octubre 14, 2011

Hoy me he permitido estar triste
















A muchos les da miedo sentir tristeza. Creen que los hace débiles o fáciles de carácter.

Yo pienso diferente. Por eso hoy, me he sentado en este sillón. Me quiero dar libertades. Hoy me he permitido estar triste.

Arrastrar por un momento a la tristeza cual cobija de un sonámbulo. Quiero sentirla. Abrazarla fuertemente para no dejarla escapar. Hacerla mi amiga, mi compañera, mi confidente. Besarla. Que me acaricie, sentirla mía.

Por ello, me inspiro.

Pienso en los que ya no están conmigo, en los que me observan desde algún lugar del infinito. En mis muertos. Recuerdo sus risas, sus palabras. Esas tardes de domingo en casa de la abuela.

En mi cuarto guardo los souvenirs de su presencia. Tomo en las manos esa chamarra obsequiada, aquella foto en donde, alrededor de un pastel de cumpleaños, todos sonreíamos. Conservo la pluma, la camisa, sus sonrisas, sus palabras, sus consejos.

Presente está en mí el recuerdo de esa comida, sus letras, sus cartas. Todo de ellos lo recuerdo. Y hoy, que ya no están conmigo, me duelen. Los necesito. Quiero estar triste.

Y en esa búsqueda de tristeza, cierro los ojos. Me meto en mi pasado. Tengo polvo y lodo en mis zapatos por el caminar en mis recuerdos. Y he de ser honesto: no fue suficiente ese recuerdo para sentir a la tristeza.

Recordé a mis amigos, los que ya no están y los que siguen conmigo.

Es curioso: por los que están muertos me sentí alegre. Sé que descansan en la eternidad y que viven en mi recuerdo. Aún no los he enterrado y a cada rato platico con ellos.

Pero los sentimientos más sensibles afloraron con los amigos que aún conservo. Pero no me puse triste. Me dieron compasión, porque “lástima” es una palabra muy fuerte para mí.

Los comparé. Recordé como eran en el pasado y como son hoy día. Están desfigurados. La soberbia los ha cambiado. Dicen que el poder y el dinero cambia a los seres humanos. Yo creo que no los cambia: los desenmascara.


En esta etapa de mi vida, todos mis amigos acaban de salir del carnaval de la vanidad. Se han quitado las caretas. Me han dejado ver su verdadero rostro. Aquel amigo que apoye para alcanzar el cargo público ya no vive aquí. Se cambió de casa. Hoy vive en la nube numero 6. Vive rodeado de su familia, pero solo.

El único amigo que tenía, ese que me decía que el éxito de nuestra amistad era el no vivir en competencia conmigo, no sé en donde está.

Hoy ya no tiene tiempo para mí. Y no compite conmigo. Lo hace con alguien más fuerte. Vive compitiendo con su propio pasado. Tratando de ganarle a lo que en el ayer no gozó y hoy, demostrándose que si puede.

Solo me tranquiliza el saber que nunca se le puede ganar a la propia vanidad y que cuando se canse, aquí estaré, con la mano extendida hacia él.

Pero hoy quiero estar triste.

Por ello, me salí de ese pensamiento y me fui con “mis viejos”. Mi madre con diabetes, mi padre con hipertensión. Uno con un pasado y el otro con un futuro. Viviendo juntos pero con diferente código postal.

Cada quien con su realidad y con su propio destino. Muchos dicen que el matrimonio es ver hacia el mismo horizonte, pero no aclaran que puede verse al sol desde diferentes posiciones.

Pero hoy quiero estar triste.

Me acordé de las visitas que muchas veces hice a los asilos de ancianos. A mi mente llegaron los momentos en los que, en cunclillas, platiqué con algunos de ellos.

Ancianos abandonados después de dar tanto y todo a los demás. Aquel Secretario de Gobierno del ayer, hoy es solo un hombre postrado en una silla de ruedas. Sin mayor fortuna que lo que aún le sigue ofreciendo la dádiva a través de una enmohecida cobija.

Hoy no hay quien se ocupe de ellos. Ni sus propios hijos. Esos ancianos están depositados en resguardo como mobiliario inservible. Sembrados. Anclados a ese asilo, unos por su propio pasado y otros, por haberles dado un futuro a sus propios hijos al heredarlos en vida.

Pero me apoyo en el pasado para seducir a la tristeza. Hacer que llegue a mi lado y abrazarla hasta fundirme en ella.

En mi mente se dibujan mis proyectos de adolescente y los comparo con lo que tengo frente a mis ojos. Ninguno alcanzado.

Aquella casa ofrecida a mi madre, aquél apoyo a mi padre. Esos sueños construidos en la sobremesa con la familia. Ese trabajo de lujo con grandes dividendos. Nada de eso forma parte de mi presente. Nada de eso lo he cumplido. Es más, no solo no lo he cumplido. Hoy yo les quito. Eventualmente, mi madre me da dinero para hacer frente a mis compromisos. ¡Qué ironía!

Hoy caprichosamente me doy cuenta que cuando las familias son pobres, son unidas. Todos se toman de las manos y lloran por no tener y desean, y construyen, y arman, y diseñan un futuro juntos.

Todos se prometen apoyo por siempre. Con las aguas del llanto forman los ríos de las ilusiones que los llevarán al éxito y a ojos cerrados la familia se avienta cual clavadista olímpico. Pero cuando el dinero llega, aquello que los unía se manda al baúl de los recuerdos. Nadie se acuerda de lo pactado. Lo material sustituye lo sentimental. Y esa unión desaparece.

Por ello, me gustaría tomar un mouse y clickear en mi futuro como si se tratase de un programa en photoshop. Armar mi presente con los colores que yo quiero, con las formas que pretendo. Con esos pincelazos que desde niño soñé para mí y para mi gente. Sentir que no he vivido en vano. Y por no poder sentirlo, quiero estar triste.

Hubo un sismo con graves consecuencias en mi propósito laboral. Una grieta me separa de lo que algún día soñé para mí y para los míos. He tendido puentes para alcanzar mis ideales pero me ha llovido mucho. Ninguno pude tenerlo en pie. Sufro de deslaves. Todos se caen por mis debilidades. Gozando de un trabajo que no me llena mas allá de los bolsillos. Un trabajo que me emociona pero no me conmociona.

Y hoy que me permití estar triste, algo pasó.

Porque aún y revisando en mi anaquel de curiosidades, aún y cuando esos recuerdos me llegan como moscos molestosos en plena noche en el bosque. Aún y cuando hoy me permití estar triste, no puedo hacer mío ese sentimiento. No puedo estar triste.

La alegría sigue viva en mí. Me gana el saber que estoy sano. Que tengo a 2 hijos maravillosos que preguntan por mí cuando me voy a trabajar y que lloran por no verme llegar.

Gratamente me doy cuenta que me golpea en la cara la realidad. Tengo a mis padres y están vivos. Mientras observo a mis amigos llevar flores a una tumba, yo recibo una llamada telefónica de mi madre para agradecerme el envío de ese pequeño ramo.


Muchos platican con su padre esperando que el viento les traiga la respuesta. Yo solo guardo silencio para escucharlo hablar cuando lo deseo. Me siento a conversar con él en una mesa con un buen café, porque no me gustaría hacerlo sentado en una fría lápida viéndolo a los ojos en una acartonada fotografía teniéndolo hoy con vida. Por ello me alegro.

Me pongo contento de tener a mi lado a una mujer que tiene muchos defectos. Pero que son menos en comparación con los que tengo yo. Me alegra saber que me ama a pesar de ser como soy. Un loco, bohemio, metodista, insensato, pesado, exigente, payaso, ridículo y soñador. Un hombre atrabancado para sus metas. La primer muestra de ello se la di cuando la pude conquistar. Hoy vivo feliz por tener a mi lado a quien amo y con quien quiero envejecer.

De mis amigos, de ellos no me preocupo. Hoy estoy construyendo a dos amigos. Hablo de mis hijos. Ojalá algún día pueda hacerme su mejor amigo. Aunque tal vez nunca lo sepa. Probablemente ellos me digan “amigo” en medio de un rosario, cuando yo no esté aquí. Y aun así, no estaré triste porque me daré cuenta que si pude ser su amigo. Que logré la meta trazada. Y eso me hará feliz.

Hoy me veo completo, con proyectos, con gente que me aprecia y que me odia. Que me saluda y que me evita. Pero que al final del día, ambos son sinónimos de que existo.

Por eso hoy que me permití estar triste, me doy cuenta que no puedo. Que los problemas siempre existirán, pero que sin duda, las soluciones también vendrán.

Me vale un comino cada uno de los malos momentos. No me importa que mi realidad esté manchada y escurrida como aquél excusado de cantina barata. Tengo las fuerzas suficientes para trabajar y decorar la casa. Y eso me alegra.

Para ser feliz solo me basta con cerrar los ojos para recordar esos momentos de niño, o me basta voltear a ver todo lo que tengo sin merecerlo.

Saber que hoy, al llegar a casa hay personas que me esperan y hay un perro que me mueve la cola. Y que mi futuro se guiará cual vela soplada por mi propio viento, encaminando la ruta hacia mis proyectos y objetivos. Y solo yo tengo el mando. Y me tengo tanta fe, que nadie me quitará la oportunidad de lograrlo. Ni yo me lo impediré.

Y estoy aquí, hundiendo las teclas en esta computadora. Plasmando sentimientos encontrados. Feliz por saber que hay muchas cosas para vivir, pero triste por querer estar triste, cuando tengo miles de motivos para vivir feliz.

julio 26, 2011

Buscando respuestas




La cita era puntual. Las 10 son a las 10. No concibo la puntualidad de algunos que llegan antes o después. 

Entré a uno de los salones del hotel. Sin duda de los más lujosos de la ciudad. De inmediato, el aire acondicionado me hizo entrar en confort. A pesar de que el cielo nublado estaba lagrimeando en la ciudad y el asfalto lucía húmedo, el ambiente no era fresco. Hacía calor.

Al entrar, pude darme cuenta que era un gran evento al que me habían invitado. Padres de familia, maestros, representantes oficiales de los funcionarios de gobierno, estudiantes, fotógrafos profesionales y también fotógrafos telefónicos. Todos listos para captar la mejor toma, la mejor sonrisa, el momento preciso en el que alguno de los muchachos acudiera al estrado a recibir su premio.

Al fondo, las letras alusivas al evento. “Encuentro de Lectores y Escritores de Chiapas”. No pude evitar sentirme emocionado cuando mi vista recorrió el salón y pude darme cuenta que muchas personas a las que yo admiro por su manera de escribir estuvieran en ese evento. Grandes escritores chiapanecos estaban ya sentados ocupando un espacio. De pronto, me llamaron.

A la distancia, una persona me indicaba que una silla estaba vacía y me dirigí a ella para ocupar mi lugar. El evento iba a iniciar.

En la mesa estuvieron sentados conmigo muchachos que tienen entre 13 y 14 años de edad. Todos ellos originarios de municipios indígenas de los altos de Chiapas.

Y como es mi costumbre, me dispuse a platicar con ellos. Además, para eso me habían invitado al evento.

La comunicación entre dos personas que no se conocen al principio siempre es poco fluida. Sin embargo, ésta vez no fue así. Todo iba marchando bien. Los muchachos se dispusieron a hacerme muchas preguntas, todas ellas sobre la manera en la que escribo mis remedos de escritos en mi blog personal.

Llegó mi turno de preguntar. Uno a uno les fui cuestionando sobre su familia, su escuela, sus materias. Pero al ver que todo caminaba bajo la normalidad, me dispuse a mover esquemas.

Me dirigí hacía el muchacho más callado del grupo. El que solo respondía con secos monosílabos. Observé que tenía los labios agrietados y deduje dos cosas: o tenía frio por el clima o estaba nervioso.

Israel lleva por nombre ese muchacho de mirada noble. Noté que sus zapatos eran nuevos. Perfectamente brillosos y sin ninguna grieta. 

No pude evitar recordar cuando de niño mis padres me compraban “papos” para ir a un evento importante. Y fue Israel al que le hice algunas preguntas:

Israel, cuéntame…¿tienes internet a tu alcance?
Si
¿Cada cuanto lo usas?
Los sábados, porque tengo que juntar 10 pesos para pagar la hora en el “ciber”.
¿Para que usas el internet, Israel?
Busco las tareas que no encuentro en los libros. Los maestros me la dejan desde el jueves porque el viernes ellos se van de la comunidad y pues nos dejan bastante tarea.
¿Sabes que significa facebook?
No
¿Sabes que significa XBOX?
No
¿Sabes que significa Wii?
No
¿Que haces en tus tiempos libres, Israel?
-  Me gusta leer libros

Quizá para Israel fue un simple contestar. Pero para mí, fue un ácido reflexionar. Y mi sorpresa fue mayúscula cuando hice la última pregunta:

- Israel, dime..¿cómo le haces para leer los libros?
- Voy a la biblioteca. He leído a Shakespeare, Alejandro Dumas, Neruda y el que más me gusta es "El conde de Montecristo". Me gusta leer porque quiero ser médico y mi papá dice que debo de leer para no ser campesino como él. Lo que no me gusta es que tengo que caminar una hora de mi comunidad al pueblo para que me presten el libro en la biblioteca de la presidencia.

El evento estaba por acabar. De inmediato la mesa del presídium se integró. Leyeron la lista. Acudió el “representante personal” de cada funcionario invitado y agradecieron y disculparon al funcionario como siempre.


Después de los discursos de aliento y de reconocimiento para los muchachos, salimos del evento. Todos nos fuimos en paz. 

Bueno, yo no iba en paz. Las palabras de Israel sonaban en mi mente como cuando rebota una pelota de básquet en un auditorio vacío.

Me dio tristeza reconocer que los jóvenes que estudian en la ciudad a la mayoría no les gusta leer. No lo digo yo, lo dicen las encuestas publicadas  en diversos portales de la web.

No pude dejar de comparar entre los muchachos de la ciudad y lo que Israel me había platicado. Comparé cultura y  diversiones.

Pero más allá de eso. comparé futuros. Deseos por prepararse ante la vida y para la vida. Me entristecí.

Me acordé de las pláticas sostenidas con mis amigos. Recordé todos los comentarios que hacen sobre lo diestros que son sus hijos jugando el XBOX.


Recordé que muchos padres de familia se quedan tranquilos por saber que sus hijos están sentados frente a la computadora por la tarde, metidos en su facebook. “Es la edad de la modernidad y no puedes cerrarte a ello”. Cien veces he escuchado esta frase. Todo para que los padres tengan tiempo y espacio para hacer sus propias cosas.
  
Y también me acordé que en una ocasión, le obsequié a un sobrino un libro. Me acordé de su rostro. No, corrijo: me acordé de su rictus cuando vio que su regalo era un libro. “Pensé que era un juego de video por la forma de la caja, tío”, atinó a decirme.

Me acordé que hoy ya es rara la casa que posea un librero. Hoy libros solo están en la casa de los abuelos. La moda minimalista y millennials ya no permite libreros en el hogar del matrimonio moderno.


En fin, fueron tantas cosas que recordé que hasta hoy día sigo reflexionando al respecto. No sé si los de la ciudad están mal o los de la comunidad lo están. O quizá los dos están bien.

No sé si el padre de familia de la ciudad está haciendo lo correcto para que su hijo sea licenciado o será el campesino aquél quien lo está al inculcar la lectura en su hijo para que éste sea médico.

No sé si el padre de familia de la ciudad está haciendo lo correcto cuando le transfiere la responsabilidad de los hijos a los maestros de la escuela, “Que sean ellos que eduquen a mis hijos, que para eso pago una colegiatura”.

Más allá del tema del XBOX, del Wii o de cualquier otro juego de consola, aquí lo que me preocupa es la cultura que estamos inculcando a los hijos y la actitud que los estudiantes tienen para ellos mismos. 

Jóvenes que no se dan cuenta que lo tienen todo sin valorarlo. Ver que muchos tienen todo y a la vez nada. Ese es el punto central de esta reflexión.

Y con respecto a ese muchacho lector de obras literarias, quizá no salga de ahí, en esa comunidad indígena, con la preparación que le da un libro, sentado en la calle mas solitaria de su mente. O tal vez Israel logre alcanzar sus sueños algún día.

No sé si Israel algún día pueda egresar de la universidad titulado o bien, tenga que tenga que renunciar a sus sueños para ir al llamado que le hará el campo cuando tenga que ir a trabajar en la milpa para conseguir dinero para la comida de su familia. 


Todo esto no lo sé de cierto. Tal vez la respuesta nunca llegue. Quizá preguntando con los muchachos de secundaria encuentre alguna respuesta. O probablemente encuentre algo al preguntar a los padres de ellos.

¿O será acaso que tendré que recurrir a algún papel empastado, de esos que muchos llaman libros, para encontrar la mejor de las respuestas?

Al tiempo la verdad. Sólo al tiempo.

junio 28, 2011

Mi amigo de la infancia





Derechos Reservados para Luis Alberto Luna León


Era la tarde de un viernes. En una gasolinera cercana a mi oficina, me estacioné para cargar combustible.

Al bajarme para indicarle al despachador, noté a una persona que se me hizo familiar en las bombas de enfrente. Hacía muchos años que no lo había visto.

El tiempo no pasa en vano. Mientras unos dejan de ver la hebilla de su cinturón mientras lo portan, a otros les despeja la frente por la caída del cabello. Todos cambiamos con el paso de los años. Y el –ni yo- somos la excepción.

Me acerqué a Esteban con la confianza que me daba el haber sido su amigo en la infancia. Nos saludamos como si apenas hubiera pasado una semana desde la última vez que nos vimos.

Lo encontré amable, medio barbado, con el cabello largo, muy pasado de peso en comparación a la complexión que tenía en la primaria.

Después del protocolo de salutación, intercambiamos teléfonos. Había sido uno de mis mejores amigos y no dudé en darle mis datos.

¿En dónde estás? Me cuestionó a bocajarro.

Esa es la pregunta que todo mundo suelta cual dardo, esperando escuchar esa respuesta que alimente nuestro ego, para corroborar que laboralmente nosotros estamos mejor que el que nos responde.

Intercambiamos información laboral y familiar. Todo sin mayores problemas, todo dentro de la normalidad.

Me despedí de él para dirigirme a casa. La semana laboral había concluido.

Al llegar el lunes a mi oficina, encontré un mensaje. Casi al mismo tiempo de leerlo, el timbrar de mi celular se escuchó. Era Esteban. Tenía intención de platicar conmigo.

Acordamos que yo lo esperaría ahí.

Fueron solo breves minutos los que pasaron hasta que Esteban hizo acto de presencia. Lo invité a sentarse y me dispuse a escucharlo.

Platicamos. Sin mayor problema me soltó el dato. Necesitaba dinero. Cuarenta mil pesos para ser más exacto. Le hice saber que preguntaría a mis amigos que manejan dinero para préstamos. Yo no podía solventar esa cantidad.

Y después de ahí, empezó la tempestad. Llamadas a cada rato de Esteban. Le urgía saber si ya había encontrado algún prestamista. No importaba la hora. Su insistir era tal que hizo desconcertarme. Lo confieso, llegó a molestarme.

Finalmente lo cité. Le guardaba un aprecio y me dispuse a ayudarlo.

Un amigo le apoyaría. A Esteban le comenté que alguien estaba dispuesto a darle el dinero, pero que necesitaban una garantía. Al escuchar su respuesta corroboré lo que ya sospechaba de él.

Con toda la desfachatez del mundo, me dijo que yo le firmara de aval. O que le prestara la factura de mi coche. “Tu firma es la mejor garantía que le puedo dar a tu amigo prestamista”.

Me quedé callado. Mudo. Yo mirándolo incrédulo y el viéndome con ese garbo que tienen los profesionales del embuste.

Esa escena quedó congelada en mi mente. Ahí estaba yo, sentado frente a uno de mis mejores amigos de la infancia. Después de 28 años de no saber de él, abriéndole mi confianza a alguien de quien no sabía ni siquiera en donde vivía o si el celular que portaba era de él y no robado.

Ya disgustado, le pedí que se retirara de mi oficina. Así lo hizo. Molesto y cargado de razón.

Esta historia quizá es una más de las que pasan en Tuxtla la bella. El caso de Esteban es uno de los que más abundan en las historias urbanas. En cada colonia existe un Esteban, mismo que está al acecho de alguien a quien esquilmar, a quién robar sin pistola en mano.

La falta de escrúpulos y el cinismo muchas veces son aromatizados con el perfume de la amistad y la confianza. Nadie siente su hedor.

Estoy seguro que en este momento hay un Esteban sentado en el mullido sillón de alguna casa, tomando un café con alguien al que viene “trabajando” desde tiempo atrás. O tal vez esté interceptando a un viejo conocido en alguna cafetería. O quizá está sentado en algún restaurante, compartiendo la copa con ese amigo que pronto dejará de serlo.

Porque cuando obtenga lo que quiere, cuando el botín este en la bolsa, cuando tenga en sus fauces lo que busca, Esteban se irá reptando hasta su madriguera para nunca volver a verlo.

Cual chef de alta escuela, cocina su fórmula a tal grado que cuando sirve la amistad lo hace en charolas de plata. Y nos la degustamos sin miramientos y sin preocupaciones. Se vuelven profesionales de la transa.

Hoy ya no sé quien tuvo la culpa. Si Esteban por tratar de abusar de mi confianza y amistad, o yo por haber pensado que Esteban seguiría siendo aquél amigo de la primaria con el que salía a jugar en el recreo.

Caray, a quien quiero engañar, lo que hoy me preocupa es…¿solo yo tendré a otro amigo como Esteban?




mayo 01, 2011

Quizá no lo dejamos olvidado



Sucedía todos los años.

No uno sí y otro no. Era de todos los años.

Sin falta alguna se preparaban para la guerra. La Feria de San Marcos era el pretexto perfecto para demostrar la rivalidad y sacar la casta por la camiseta.

Desde días antes todo mundo se preparaba. Se compraban los globos y los conos de huevos.Unos alistándose para dar y otros para recibir.

Muchos creían que los que compraban globos eran los chavitos más tranquilos. Pero la tinta mezclada en el agua con el que llenaban el globo era el “as” debajo de la manga.

Y así, cargadas las mochilas encaminaban los pasos para ir al encuentro del adversario.

La mayoría iba a pie. Los menos iban en bicicletas con la mochila en la espalda. Los más “fresas” iban en su coche. El que iba al volante era el clásico “fósil” que no pasaba de año y que la edad le había pintado el bigote y la barba y que se sentía el que las podía todo. Pero siendo realista: no podía ni pasar un examen de español.

Todo mundo se daba cita para la lucha campal en ese coliseo llamado “calle”. Las señoras de los mangos, chicharrines, esquites y bolis ya habían levantado las vendimias en el portón de la entrada de la escuela porque sabían que “los de la López Mateos” llegarían.

Y aunque dentro todos estaban enterados de esa llegada, no se suspendían las clases.

Hoy sospecho que hasta a los maestros de la Secundaria del Estado les gustaba esa tradición. Era el Carnaval y nadie se atrevía a romper con esa actividad. En el fondo de cada uno de ellos probablemente existía el deseo por formar parte de lo que hoy ya es una leyenda.

En los salones colindantes a la calle, los alumnos se apostaban a cerrar las ventanas y a preparar lo propio para hacer frente a la contienda.

Eran los del ICACH contra los de la López Mateos. Así de simple y de importante a la vez.

¿El resultado de ese encuentro? Paredes manchadas con yemas de huevos, tinta y agua. Niñas con la voz ronca de tanto gritar y brazos cansados de los hombres por tanto aventar “las municiones” hacia el interior y exterior de la escuela.

Y no solo sucedía entre estas escuelas. El Colegio de Niñas también era partícipe de esta fiesta tuxtleca.

Risas de travesura y llantos de alegría disfrazados de histeria era lo que se escuchaba durante el encuentro de dos mundos. Así se veía y así se vivía.

Pero al pasar los días, todo volvía a la normalidad. Ese era el carnaval. Y ese era el marco de la tradición durante mi paso por la escuela secundaria.

Pero hoy, al plasmar en letras estos momento, puedo darme cuenta que no me di cuenta.

Si, jamás me percaté que es precisamente en la secundaria en la que dejas la bella etapa de la niñez para dar paso a la adolescencia.

Y creo que con ninguno de mis compañeros de la secundaria tomamos conciencia de ello.

Solo nos veíamos y nos burlábamos uno del otro por los cambios físicos que estábamos presentando, por esos intrusos blancos que nos salian en el rostro, sin darnos cuenta que poco a poco la inocencia se nos estaba esfumando de las manos y de nuestros cuerpos.

Atrás estábamos dejando los comics, los paseos en bicicleta en ese parque improvisado en el que habíamos convertido la calle de la cuadra.

Ya nos estábamos olvidando de cuanto nos emocionaba ir con papá y mamá al circo o quizá hasta de la mente habíamos sacado a esos soldaditos que, aunque viejos y despintados, nos unía con los primitos en la comida en la casa de la abuela.

Nadie de mi generación se dio cuenta en qué momento cambiamos a las canicas para dar paso al futbolito de mesa aquél que se jugaba a una cuadra de la secundaria del estado, frente a ese viejo cine de color azul.

A ninguno de mis amigos de la “secu” nos importó que ese lugar oliera a orines. Siempre al salir de clases corríamos a esas mesas para apartar lugar y convertir en Diego Armando Maradona a cualquiera de esos muñecos unidos por una varilla de fierro oxidada.

Hasta mis compañeras de salón dejaron atrás tantas cosas. Ese maquillaje de fantasía con el que pintaban a sus muñecas hoy estaba siendo sustituido por ese lápiz labial robado a mamá para usarlos ahora en sus propios labios.

Todo sucedió tan rápido que nadie se percató del momento en el que se dejó de ser niño.

Nadie percibió cuando dimos ese salto tan brusco. Y nos agarró tan de sorpresa que ninguno pudo agarrar algo para meterlo en la mochila de la vida.

Dejamos atrás la inocencia de niño,dejamos olvidada la franca sorpresa, la alegría espontánea, el abrazo honesto, la emoción ante lo simple, el cariño a ese viejo peluche con el que dormíamos, la fuerza con la que peleábamos para que no nos quitaran nuestro juguete favorito, la persistencia y la tenacidad con la que llorábamos hasta obtener ese dulce de la tiendita de la esquina. De eso nos olvidamos.

Pero sobre todo, se nos olvido esa sinceridad que, cuando niños, le poníamos a un “te quiero”.

Muchos quizá dejaron todo eso tirado en alguna pelea de rebeldía, esas que se acostumbran tener cuando “papá no nos comprende”.

O tal vez dejamos todo eso clavado con un cuchillo en el corazón de nuestra madre cuando le reclamábamos groseramente por no darnos permiso para salir.

O probablemente lo dejamos olvidado cuando con un cinturón, la vida nos hizo llorar hasta encallarnos las manos y el alma.

La verdad no sé en donde habremos dejado olvidado todo eso.

Lo que sí sé, es que hoy, al recordar todo lo que en un niño existe, me hace reflexionar a tal grado que quisiera tener al menos la mitad de eso que no pude guardar en mi pase a la adolescencia.

Si hoy tuviera eso conmigo, lo pudiera mezclar con la poca experiencia que tengo para hacer de mí un mejor ser humano.

Aunque, tengo la esperanza de que muchos de mi generación si lograron guardar algo y no haber dejado todo tirado en el ayer.

Estoy seguro que, quizá muy en el fondo, si conservamos algo de nuestra niñez.

Y ha de ser así, porque solo de esa manera me puedo explicar porque mis amigos se contienen las lágrimas cuando escuchan las estrofas de aquella vieja canción infantil de Juanito Farías que dice…


“con ese viejo caballo de palo
que me sirviera de espada una vez
seis navidades
con el he pasado
di papá…. porque?”


Ojalá yo no esté equivocado.





Derechos Reservados para Luis Alberto Luna León

abril 10, 2011

Cuando la OBLIGACIÓN no tiene lugar


Aquí estoy, a mitad de una noche que esta más viva que yo.

Hoy es sábado y en las venas de la ciudad hay vida. Nubes de tabaco y un aire que despide un aroma etílico tan rico, que a más de uno les endulza el momento.

Es una noche que respira y que se mueve con la agilidad del gato que maulla sin cesár todas las noches en la banqueta de mi casa y que burla mis baldazos de agua para ahuyentarlo.

Todos mis contactos en facebook siguen posteando sin descanso, no dan tregua para continuar comunicando vivencias, anécdotas y alguno que otro coraje.

Pero siendo honesto, creo que eso es lo de menos, lo que les interesa es convivir a la distancia. Y yo me cuento entre ellos.

Y es en esta noche en la que me he dado cuenta que ya han pasado más de dos meses sin escribir una sola letra en mis NOTAS de esta red social.

La verdad no había reparado en ello. El ritmo vertiginoso en el que he sumido mi vida en estos últimos días ha impedido que yo observe este detalle.

Y es que escribir es algo fascinante cuando se tiene tiempo para ello.

Ver danzar caprichosamente las ideas es algo que me emociona y hace que sucumba ante ello, cuál adolescente ante el beso del primer amor.

Pero quiero ser sincero. No me gusta escribir por trámite, por compromiso. Escribir de tal forma que pareciera plasmar en letras mis ideas como un mero requisito.

No, definitivamente así no me gusta.

Para escribir debe de existir pasión por un tema, interés por transmitir mis sentimientos a través de letras y símbolos. Eso es lo que a mí me mueve. Solo cuando eso sucede puedo escribir. Por eso estoy aquí, explicando -mas no justificando- mi ausencia escribana.

Y aunque me rodean temas en los cuáles podría yo profundizar, he preferido esperar hasta esa puesta de sol, aguantarme hasta ese atardecer que permita que mis sentimientos vibren y hagan que las ideas se disparen a mi cerebro cual pelota a la portería en un futbolito de mesa, como yo lo hacía en aquellos partiditos en mi adolescencia en el bar "Es3" que estaba en el boulevard principal de Tuxtla la bella.

Solo cuando llegue ese momento podré nuevamente volver a teclear mi netbook, demostrándome a mí mismo que, para escribir, la palabra "Obligación" no tiene un lugar establecido.

Hasta pronto

enero 07, 2011

Los otros tiempos







Estoy sentado en este rechinante sillón. Tengo una taza de café a mi lado. El ruido del aire acondicionado me acompaña como “el chato”, el perro que tuve siendo un niño.

Escribo. Hundo mis dedos en el teclado, medito las letras y no me convencen. Las borro. Volteo a ver estas paredes. La idea está clara en mi mente pero no así el camino para traducirlas en un escrito.

Me vuelvo a poner en posición de combate. Mis manos acarician las teclas como el amante a su pareja, esperando ese cómplice guiño que me invite a actuar.

Hasta para eso soy tímido. Vuelvo a escribir. Me detengo, algo falta.

Tengo que encontrar ese hilo conductor que refleje mi sentir de una manera clara, sin contratiempos. No basta estar inspirado, hace falta ese proceso que permita disfrutar el paseo. Así es mi manera de ser en todo.

En el transitar del año, algunos dejan salir a caminar los buenos deseos para los amigos; mientras que otros - los más- se ajustan en el rostro la mejor de las caretas, esas que emanan hipocresía, esas que no cuestan nada por ser falsas; y se las ponen para ofrecer “dinero, amor y éxito” a todos; aunque por dentro, su envidia llora de rodillas haciendo rabietas por los logros, por la familia, por el cargo laboral y hasta por la ropa de marca que porta el prójimo.
Ya nadie se reúne. Ya no hay más reuniones de generaciones. El Diciembre que falleció fue propicio para la comida, para la cena o para la bohemia con esos amigos del ayer.

Lo curioso es que a los compañeros de la universidad ni se les toman en cuenta. Son solo los de la primaria, secundaria y los de prepa a quienes se les busca para “la reunión de amigos”.

Todos en la primaria nos ofrecíamos la mano sincera en vez de la botella convenenciera. No existía la competencia por el coche, la casa, los viajes. Todo era amistad pura.

En la secundaria muchos encontraron el verdadero amor, aunque este fuera platónico. Hoy ese tipo de amor ya no existe, hoy ya lo compramos con un buen vestido o con una buena joya. Vaya, hasta con una buena borrachera se puede conseguir escuchar un “me fascina estar contigo”.

Eran otros tiempos los de la infancia, en donde la gente tenía dinero por trabajar honradamente y no por trabajar jalando de un gatillo.

En donde se conocía a quién tenía una casa por su dedicación al empleo, a diferencia del hoy que se conoce a quién “la suerte le ha sonreído” obteniendo dinero por ser amigo del misterio.

Tiempos en donde tu primer mareo era por la borrachera con cerveza y no por las grapas o las tachas metidas en la nariz hasta con los dedos.

Tiempos en donde la mejor cena con los amigos era una hamburguesa sentado en la banqueta, amenazando con un “quien coma menos paga la cuenta”, a diferencia del hoy en donde la fortaleza y la popularidad entre los amigos radica en beber mas de la cuenta.

Ya no son los mismos hobbies ni las mismas diversiones de los niños.

Ayer una tarde fresca era el pretexto perfecto para reunirse con los amigos en el parque de la cuadra. Hoy los niños no se percatan de esas tardes frescas, las consolas de videojuegos los sumergen en diademas, controles remotos y amistades virtuales pero poco duraderas.

Tiempos en donde los niños tenían que obtener buenas calificaciones, portarse bien y ayudar en casa con las tareas del hogar para poder tener derecho a los permisos el fin de semana. Y era viernes o sábado. No había más.

En el ayer, el hijo pagaba con esfuerzo el apoyo del padre para éste le prestase el automóvil en su primera salida con la novia. Lavarlo, encerarlo y colocar en la guantera del coche una rosa para ella, era la emoción más grande de todo joven de mi época.
Hoy esto se ha invertido. Hoy son los padres los que pagan con sudor y esfuerzo las letras del coche que no le prestan, sino que le regalan desde ya a los hijos.

Tiempos en donde el maestro del pueblo era respetado por ser el que sabía más, a diferencia del maestro de ahora que es reprobado por no saber para que sirve una arroba, por ser quien sabe menos.

Eran tiempos “de a pie” -como me decía un empresario en una comida de negocios a la que fui invitado hace pocos días- en donde se privilegiaba la cultura del esfuerzo. En donde tenía más quien trabajaba más.

Hoy los valores se han ido trasformando, devaluando e incluso -creo afirmar sin temor a equivocarme- que algunos de ellos están en peligro de extinción en esta sociedad que se lee bastante hedonista y comodina.

Una sociedad que dejó olvidada en el ayer a su propia memoria, porque antes quien cometía un error tenía que irse del pueblo para evitar la deshonra y el desprestigio de la familia. Y pasaban los años y la gente seguía recordando a aquél que robo, aquél que mató. Por eso todos procuraban ser hombres honorables.

Hoy todo es diferente, porque basta ser tranza y ratero para quedarse aquí, y pasearse engrifado cual guajolote al caminar, para ser admirado y hasta venerado por el honrado.

Todo ha cambiado.

Antes bastaba una mirada del padre hacia los hijos para saber que les iría mal por portarse mal. Hoy ya no existe esa mirada. Hoy le va bien a quien se porta mal.

Tiempos en donde “los traumas” para los niños tenían colores, formas y tamaños, dependiendo si era la chancla, el cinturón o la patilla con la que el padre corregía al hijo su trastada.

Tiempos en donde a los padres se les respetaba y honraba, en vez del enérgico reclamo o la más sonora burla hecha por el hijo en su propia cara.

Y esos niños del ayer que se convirtieron en los hombres y mujeres del ahora, los que vivieron todo esto, son los que han decidido girar el rumbo del barco.

Hoy el dinero lo tiene quien no trabaja en lo honorable, en lo permitido. Hoy no se necesita trabajar años y años para tener dinero. Lo que se necesita es no tener escrúpulos.

Hoy se requieren hombres sin principios, sin valores, para reventar o lavar dinero. Todo con tal de tener lo que quizá de niños no tuvieron. Que ironía.

Todo con tal de ser “de sociedad”, aunque esta los reciba con los brazos abiertos, pero burlándose por atrás.

Hoy todo se hace con tal de que nos vean un buen carro, buenas marcas, una buena casa porque éstas son necesarias ya que de no tenerlas, la persona por sí sola no ofrece nada.

No sé en que momento pasó ese cambio. En que instante pasamos de ser hombres trabajadores a hombres adinerados. Me perdí de ese suceso. No sé si fue rápido o paulatino.

Siendo honesto, me hubiera gustado verlo anunciado como algún Super Tazón o como anuncian las peleas de box. O quizá conocer la fecha tal y como se dieron los movimientos revolucionarios en el mundo.

Me hubiera gustado saber el día exacto, como aquella fecha del ayuno por la paz de Gandhi en 1942; como el discurso titulado “I have a dream” pronunciado contra el racismo por Martín Luther King Jr. en 1963. O quizá saber la fecha como cuando cayó el Muro de Berlín en 1989.

Si, lo acepto, me hubiera gustado conocer en que momento todo en esta sociedad cambió. Así podría tener argumentos válidos para justificar ese cambio y defenderlo a morir; o para evidenciar su inoperante presencia en la juventud de hoy.

Pero como no sé en que momento ocurrió, seguiré aquí, tratando de encontrar como aterrizo mis ideas, para que nadie al leerme se sienta aludido u ofendido cuando me pongo necio en decir que todavía podemos rescatar esos valores para nuestros hijos.

Porque al menos yo, prefiero los otros tiempos, esos en donde el esfuerzo, el trabajo, los valores, los principios y la responsabilidad eran los que distinguían a todo hombre de bien.

Ojalá Facundo Cabral tenga razón cuando dice que el bien es mayoría, pero que no se nota por ser silencioso y por caminar en secrecía.