Ayer estuve conversando con un grupo de amigos. El tema
estaba en el aire pero nadie quería abordarlo de manera directa. Tuve que
hacerlo. Me molesta que la gente evada situaciones y yo debería de ser
congruente en ese momento.
La homosexualidad es algo que a muchos les irrita. Y en
ese grupo de amigos no se hizo la excepción.
De manera directa les pregunté sobre el por qué les
molestaba tanto que un hombre o mujer fuese homosexual. Dos de ellos me
voltearon a ver asombrados. Uno más hizo mutis. El otro dio un trago al contenido
de su copa y exhaló molesto.
De inmediato me cuestionaron del por qué preguntaba “esas
pendejadas”. Que ese tema no era propio de la mesa. Mesa de hombres es para
temas de hombres. “Hablemos de mujeres, de fútbol o de coches”.
Pero el tema debería de abordarse. Insistí en ello.
Uno de mis amigos me hizo un planteamiento. Me dijo que
no se imaginaba estar en una operación con un médico homosexual a cargo. Otro
más me dijo que no aceptaría que un enfermero o instrumentista estuviese
presente en un quirófano, toda vez que puede tener SIDA y lo puede contagiar.
Otro me hizo saber que no tolera que lo atienda un mesero
que tenga apariencia física femenina o se comporte de manera por demás sutil y
delicada.
Pude darme cuenta que ante tales argumentos podía yo
ofrecer algunos fundamentos. Decirles que cada quien es libre de tener la
preferencia sexual que más le acomode. Que yo no tengo problema en que una
mujer o un hombre elijan como pareja de vida a alguien de su mismo sexo.
Pero ante la actitud y el enojo de mis amigos en el tema,
era mejor escucharlos y atisbar a decir que yo opinaba diferente pero que
respetaba sus puntos de vista.
Qué bueno que Esdras, nuestro amigo de la infancia y a quién
todos apreciamos como a un hermano, no estuvo presente en esa cena.
No hubiera sido nada grato para él escucharlos. Su hijo
es homosexual.