Varias veces he comentado sobre los libros que leo. Me gusta compartir a
manera de ensayo las obras que me “enganchan” como lector.
Sin embargo, en esta ocasión no haré lo mismo. Únicamente me limitaré a
escribir sobre un libro que llegó a mis manos por obra de la “causalidad”. Si,
causalidad.
Y esto lo cito porque ayer estuve en una conversación que me dejó muy
consternado.
Una persona culpaba a otras de la mala experiencia de vida que tuvo. De
lo diferente que “hubiera sido” su vida si todos “hubieran sido” diferentes con
ella.
En la conversación escuché a esa persona culpar a todos en su familia.
Repartió culpas para cada integrante de su familia. Desde la madre, el padre,
su hermana y hermano. A todos por igual. Cada uno, en diferentes etapas de su
vida, hizo algo en contra de esa persona.
A sus hermanos los culpó de actos realizados siendo niños. Una desmedida
sobre protección para con ella también en la adolescencia que le
impidió sentirse libre y no oprimida.
Para su madre, el juicio fue implacable. El reproche fue por la falta de
atención que la madre tuvo con ella.
Y de su padre ni hablamos. Toda la responsabilidad de su actuar en la
vida fue por lo que él le hizo vivir. Era su ídolo. Y con el paso del tiempo él
le falló. Se dio cuenta que era un ídolo de barro. Y esto le generó
sentimientos. Frustración, coraje, decepción, desconfianza, odio. Todo,
absolutamente todo nace y muere con él. Todos en su familia hicieron
algo.
Todos le generaron “circunstancias” –como ella le llamó- que la obligaron a
tomar decisiones, mismas que hoy la llevaron a vivir malos momentos.
“Si todos hubieran sido diferentes, mi vida hubiera sido diferente” fue el apotegma que sembró en la mesa en medio de las tazas de
café que nos acompañaban. Ah, y de mi té helado de manzanilla.
Y el comentario que aquí vierto no lo hago para formar o instituir “el
tribunal de la justicia”. Ni mis letras buscan saber quien tiene la razón. Yo
solo cito lo que en esa mesa pasó.
Y aquí hago expreso mi respeto para cada palabra pronunciada por esa
persona. Cada argumento citado. Cada “circunstancia” señalada por ella.
Muchas cicatrices observadas. Muchas heridas no sanadas. Recuerdos
que duelen. Viejos moretones en el alma. Esos que no sanan. Eso observé en
los gestos. Eso vi en su mirada. Eso escuché en sus palabras.
Y los que gustamos de escribir, debemos de ser imparciales cuando no
conocemos a fondo los detalles.
Pero en donde si podemos ser objetivos es en lo que conocemos. Y es por
eso que hoy quiero comentar sobre el libro Hoʻoponopono. Nombre de origen
hawaiano asignado al arte para la solución de problemas apoyado en la
reconciliación y el perdón.
Y no cabe duda. Cuánta razón tiene la escritora
nigeriana Chimamanda Adichie cuando nos habla del peligro de tener
una sola historia de una misma realidad.
Creo que los seres humanos, todos, absolutamente todos tenemos solo una
versión de los hechos, de “eso” que nos tocó vivir.
Y nos quedamos con “eso” tan arraigado en nosotros que lo damos como una
realidad absoluta sin permitir una versión diferente a la nuestra.
Y la defendemos a muerte. No importa lo que nos justifiquen. No importa
lo que nos ofrezcan como hechos. Nosotros no lo aceptamos. Y es porque nuestra
realidad -la que vivimos- esa nadie la ha vivido. Está en nuestra mente y en
nuestro corazón. Y de ahí nos aferramos.
Pero hay que ser honestos. Para poder aceptar otras historias de una
misma realidad, tiene uno que estar impregnado de reconciliación y del perdón.
Si esto no existe, simplemente estaremos condenados a seguir tomando las
mismas decisiones, ya que en nuestra mente estarán las mismas circunstancias,
esas que nos dominaron en el ayer a decidir lo que hoy nos hizo daño.
¿Las culpas? Esas las cargamos todos. Pero la reconciliación y el perdón
solo unos cuantos. Y de eso habla el libro Hoʻoponopono. De lo perfecta que es
la mente pero no así lo que nosotros ponemos en ella.
Desprendernos de los yerros que traemos cargando por años. De limpiar
nuestra mente de lo viejo para poder llenar con lo nuevo. Porque aquel que
camina sin reconciliarse consigo mismo está condenado a caminar a rastras. Y
así el camino es más difícil.
Y es que el ser humano debe de elegir tomar sus decisiones basándose en
sus “circunstancias” o tomar sus decisiones basándose en la inspiración y la
motivación que le da el vivir un nuevo día, libres y sin ataduras al pasado.
Yo hago votos para que al igual que llegó el libro Ho’oponopono a mis
manos, este escrito llegue a quien motivó estas letras. Para que la
reconciliación llegue a su vida. Y no hablo de reconciliarse con aquellos que
le dañaron en el pasado. Hablo de la reconciliación consigo mismo.
Para que de esta manera, el mantra que el libro señala “Lo
siento mucho. Por favor, perdóname. Te amo. Gracias” lleguen a su
corazón y con ellas camine por la vida, esa vida que Dios le ha dado para ser
feliz.
Y si el libro o el presente escrito no llegan a sus manos, ojalá que Dios, en esas pláticas
que estoy seguro que esa persona tiene con él, le abrace tiernamente y le pueda
susurrar al oído que el perdón nos hace libres y felices.
Libres de ataduras con el ayer para ser felices en el mañana.
Pero para cambiar nuestra realidad necesitaríamos primero cambiarnos a nosotros mismos.
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