junio 02, 2014

Cuento 2. La aventura


















Por: Luis Alberto Luna León

Si Odiseo hubiera ido a una excursión al bosque, hubiera llevado más cosas de las que llevó a ese viaje. No acostumbrado a planear sino más bien a seguir sus corazonadas, preparó su camioneta, consiguió una lona para cubrir en la góndola la mercancía que compraría, tomó una maleta con algo de ropa, parte de sus ahorros, una bolsa con tortas para el camino que Blanca le preparó, y se fue a buscar destino.

Su esposa se quedó a la espera de las noticias que Odiseo pudiera hacerle llegar a través del teléfono. Simplemente era esperar la llamada en la caseta telefónica de la esquina.

El tiempo pasó y la llamada no llegaba. Odiseo no daba muestras de supervivencia y eso angustiaba a Blanca.

Para evitar estar sola, Odiseo, antes de partir, le había pedido a su mamá y a su hermana acompañar a su esposa. Ellas habían acudido al auxilio. Se acomodaron como pudieron en el departamento. Y no costó mucho. Habían tres cuartos y muchos deseos de estar juntos. Pero ellas se sentían desprotegidas, carentes de algo por el viaje de Odiseo.

Y es que Odiseo se había convertido en la brújula de vida. El daba el camino a seguir, la ruta a tomar y, al no tenerlo cerca, esas mujeres estaban como rosas en el bosque, cabeceando al capricho del viento de la tarde, temerosas.

Ninguna decía algo, pero la ausencia del timón de la familia las angustiaba hasta el hartazgo. Y no era para menos. Además del vacío que había en ellas, Odiseo no conocía la capital del país. Todo mundo sabía que esa ciudad era un dragón de mil cabezas y los peligros siempre estaban a la orden del día. Habían escuchado de tantas cosas que esperaban con zozobra.

Pero ellas, en su interior, confiaban en él. Estaban consientes de que era un hombre muy inteligente y con mucha suerte. Además, ya se lo habían encargado a la Virgen de Guadalupe.

Por fin, una mañana, casi de madrugada, Odiseo hizo acto de presencia. Se apostó en la calle con su camioneta roja y tocó la bocina con una melodía estruendosa pero muy pegajosa. Quería sorprenderlas y lo logró. Abrieron sus ojos como si hubieran recibido una descarga eléctrica. De inmediato, algo golpeó en sus corazones y les decía “es Odiseo”.

Con la misma rapidez que tiene el gato al sentir que cae de espaldas, así se incorporaron de la cama. Blanca, doña Mariana y Lucía se asomaron a la calle. Y ahí estaba él, mirándolas. 

Con una gorra blanca de beisbol puesta en la cabeza y con sus lentes obscuros de armazón dorada como los que usan los aviadores. Con la mano derecha en el cofre de la camioneta, la mano izquierda al lado de su cintura y con la vista levantada hacia ellas, les chiflaba y les sonreía, como solo sonríen los triunfadores. Y él, en ese momento, así se sentía.

La felicidad se agolpaba en los pechos de las tres mujeres como un desesperante “flato”. No sabían si reír o llorar de la alegría. Y con esos sentimientos encontrados, bajaron las estrechas escaleras para ir a su encuentro y abrazarlo.

Eran las 7 de la mañana. Los cuatro se convirtieron en uno solo a través del abrazo que le dieron a Odiseo. Por breves instantes, quizá unos segundos, se quedaron así, abrazados.

-Qué bueno que ya estás aquí, gordo.

-Ya las extrañaba, gordita, ya quería verlas, me hicieron mucha falta

-Nos escuchó la Virgen de Guadalupe, hijo, recé todas las noches para que regresaras con bien. Le voy a poner su veladora para agradecerle.

Subieron al departamento dándole gracias a la virgen de Guadalupe que lo había traído sano y salvo. Doña Mariana se apresuró a hacer el desayuno que tanto le gustaba a su hijo. Lucía, la hermana de Odiseo, ayudó a bajar la maleta de la camioneta y Blanca no paraba de besarlo.

El aroma del huevo con chorizo no se hizo esperar. Inundó el departamento casi de inmediato. Lucía puso el mantel plastificado para no ensuciar a la mesa. Era azul y lo adornaban flores de cartucho de color blanco con su espádice de color amarillo.

El desayuno fue elaborado en un dos por tres. Los frijoles refritos machacados, el queso, la crema, tortillas calientes y el café con leche esperaban ya a Odiseo.

Se sentaron. Y con la tranquilidad que da el saber que la misión ha sido cumplida y que no hay asignaturas pendientes, se dispusieron a disfrutar el desayuno preparado por doña Mariana.

Odiseo fue contando su travesía. No paró en detalles. Sabía que ni su mamá, ni su hermana y mucho menos Blanca, conocían la capital. Era la oportunidad para describírselas tal cual.

Comentó que entró por la calle de Lechería y que se había acercado a un taxista para pedirle que lo llevara al centro de la ciudad al que llamaban “Centro Histórico”. Les presumió que se había hospedado en el Hotel Regis. Que le había gustado mucho. El hotel era enorme. De mucho lujo. Así decía. Ellas lo observaban atónitas, sin mediar palabra seguían una a una las anécdotas vividas por él.

-Pedí un café con leche pero no sabe igual al tuyo, mamacita- dijo Odiseo a doña Mariana.

-Como el de mamá no hay igual –dijo airosa Lucia al tiempo que todos rieron a boca de jarro.

En eso, Odiseo volvió los ojos a Blanca quien lo miraba extasiada, embelesada, como solo miran los enamorados.

- Te extrañé mucho, gordita- comentó Odiseo acariciándole el cabello con las manos aún adoloridas por el viaje.

-Yo no podía vivir sin ti. Ya anhelaba tu regreso. Sentía que cada día que pasaba mi corazón iba a estallar. Me hacías mucha falta, Odiseo.

La mañana transcurrió. Todo era pláticas y risas. El mundo giraba y esa mesa estaba ahí, en medio de la vorágine de la ciudad que era Valle Nuevo. Ni el ruido de los coches, ni el cantar de los pájaros y tampoco el transcurrir del tiempo, nada importaba. La familia estaba completa y, el sueño...por comenzar.










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