septiembre 02, 2014

Cuento 5. La mirada de Blanca



Por: Luis Alberto Luna León


Todas las mujeres cuando se casan lo hacen enamoradas. Y al enamorarse, los ojos del cuerpo no son los únicos con los que una mujer ve, observa y analiza a su pareja. Una mujer enamorada también ve con los ojos del alma.

Para Blanca apoyar a su esposo Odiseo era una dicha inmensa. Dicen que “de la vista nace el amor” y esta relación no fue la excepción. La manera de vestir de Odiseo, su manera de hablar y lo divertido que era con ella fueron solo algunas de las cosas de las que se enamoró.

Blanca trabajaba en una empresa que se dedicaba a vender subsistencias populares cuando lo conoció. Era secretaria taquimecanógrafa. Pero su capacidad intelectual rebasaba al título que le expidió la Academia de Comercio “Emilio Rabasa”. Poseía un amplio espectro de la administración.

Ella era de tez clara, con ojos grandes de color obscuro y de cabello lacio y negro. Hija de una familia numerosa. Cuentan que en su juventud jugó basquetbol y llegó a representar a su pueblo en muchas competencias deportivas de gran trascendencia.

Sin embargo, también conoció las carencias desde muy niña. Y esto era algo que compartían con Odiseo. Pero había unas más profundas, como lo es el no haber crecido con su padre.

Los padres de Blanca se conocieron en una colonia aledaña al Valle de las Flores. Cuenta la gente que el papá de Blanca iba a recoger tejas en su carreta y todos los días tenía que pasar frente al rancho de Linda, la mamá de Blanca.

Muchos dicen que Linda lo enamoró con la mirada. Otros dicen que Gildardo enamoraba con su sola presencia. Alto, robusto, con un porte aristocrático, de brazos firmes por el trabajo de rancho. Así era como se le veía montado en su caballo.

No obstante, a los 29 años de edad, ese hombre de caminar firme y de rostro varonil murió sin explicación alguna. Y detrás de esa muerte quedaron cinco hijos pequeños sin poder convivir con él, sin saber lo que es crecer con la presencia de la figura paterna.

A Gildardo lo enterraron en el cementerio de la finca a donde pertenecía el rancho. Linda siempre sospechó que fue un “mal puesto” el que cortó con la vida de ese hombre. O quizá haya sido un paro cardíaco. Y como en el pasado no les practicaban la necropsia a los difuntos, la habladuría de la gente prevalecía por siempre.

La muerte de su padre fue un golpe demasiado duro para Blanca. Cuentan que de niña acostumbraba salir a esperarlo. Al punto de las doce del día, corría hacia la tranca de la entrada del rancho. Se paraba siempre viendo al horizonte y con la mirada fija en el infinito. Y aguardaba en silencio.

El sol quemaba su cabeza. Los rayos de luz caían como dagas en su cabello. Pero a Blanca eso no le importaba. La ilusión de una hija por ver a su padre es tan grande, que solo de niños se puede entender ese sentimiento. Con el paso del tiempo los seres humanos nos volvemos fríos y olvidamos esa emoción.

Y ahí se quedaba, de pie. A veces buscaba una piedra plana entre los arbustos que estaban al lado de la tranca y se sentaba a continuar con la espera.

Con su quijada recargada en la palma de sus manos y los codos en sus rodillas, aguardaba. Tenia la mirada fija en ese horizonte que escondía lo más grande que posee una hija. La imagen de su padre.

Y ese día tuvo suerte. A lo lejos, Blanca notó que una mancha obscura iba tomando una forma cada vez más grande. El corazón empezó a palpitar más fuerte y sus manos empezaron a sudar.

Poco a poco su cuerpo se fue inundando con una sensación de desesperación. Se incorporó. Y la mancha se estaba haciendo cada vez más grande ante sus ojos, pero ahora, se hacía acompañar por el sonido que se generaba con el chocar de los cascos de las patas del caballo con la tierra. Era un sonido hueco, pero que a ella, le llenaba el corazón.

-Papá, papito –empezó a gritar al tiempo que corría a su encuentro.

Y en efecto. Ahí estaba. El ídolo, el dios, el padre, estaba ante sus ojos.

Su papá jaló de la rienda para detener su marcha y descendió del caballo. El sudor bañaba su frente y su rostro. Se quitó el sombrero. Tomó a Blanca de las axilas y la levantó para abrazarla. Emocionado. Y el amor marcaba ese momento.

Para Gildardo, el que su hija lo esperara era algo que le calaba. De sus hijos Blanca era la más cariñosa con él. Por eso él se doblaba a lo que le pidiera su hija. Y no había más gusto para Blanca que su padre la sentara en sus hombros y así, con ella arriba de él y con los pies de ella rebotando en su pecho, caminaban rumbo al casco del rancho. Les aguardaba un vaso con agua de limón y tacos de pollo con tortilla recién hecha.

Son pocos los recuerdos que Blanca tiene de su padre. Era muy pequeña cuando el falleció. Pero esas imágenes en especial, es algo que la han acompañado durante toda su vida. Ella fue creciendo solo con la guía de su madre, igual que Odiseo.

Por esa razón, para ella no fue problema el vivir con la mamá y la hermana de Odiseo cuando se casaron. Doña Mariana y Lucía se mudaron a la casa conyugal.

Además, Blanca era de las mujeres que crecieron con la idea de que el matrimonio es para toda la vida y obedeciendo lo que dijera el marido. Con tal de que Odiseo estuviese contento, no importase compartir techo, mesa y tiempos con la familia de él. Para Blanca la felicidad de su marido era lo principal. No había más.

Nadie imaginaría que ellas serían las principales testigos de su dura vida matrimonial, esa que estaba por iniciar.

Cuento 6. La esperanza


Cuento 2. La aventura
Cuento 4. La sangre de Odiseo 


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