enero 29, 2021

Las metas en la vida.


 

Siempre he creído que la vida es aspiracional. 


Anhelos, sueños y metas establecidas en lo profesional forman parte de nuestra ruta. Y nos marcamos esas metas porque consideramos tener el conocimiento y la experiencia para poder alcanzarlas y desempeñarlas con eficiencia y transparencia.

 

Pero en la búsqueda de las aspiraciones, debemos ser analíticos. No hay que defraudar. No practicar eso que muchos llamamos ingratitud a quien te ha dado una oportunidad.

 

La vida misma nos va marcando la ruta a seguir. No hay que desesperarse. Nada a la ligera. Nada con prisas.

 

Por tanto, vamos a seguir caminando. A seguir construyendo. A continuar avanzando con lo que sabemos hacer.

 

Más adelante nos espera un destino, ese que nosotros mismos podemos construir. Porque entre más firmes estén los cimientos, lo que se construya será inquebrantable.

 

Al tiempo, todo al tiempo.

 


enero 14, 2021

Liberándonos del ayer































Varias veces he comentado sobre los libros que leo. Me gusta compartir a manera de ensayo las obras que me “enganchan” como lector.

 

Sin embargo, en esta ocasión no haré lo mismo. Únicamente me limitaré a escribir sobre un libro que llegó a mis manos por obra de la “causalidad”. Si, causalidad.

 

Y esto lo cito porque ayer estuve en una conversación que me dejó muy consternado.

 

Una persona culpaba a otras de la mala experiencia de vida que tuvo. De lo diferente que “hubiera sido” su vida si todos “hubieran sido” diferentes con ella.

 

En la conversación escuché a esa persona culpar a todos en su familia. Repartió culpas para cada integrante de su familia. Desde la madre, el padre, su hermana y hermano. A todos por igual. Cada uno, en diferentes etapas de su vida, hizo algo en contra de esa persona.

 

A sus hermanos los culpó de actos realizados siendo niños. Una desmedida sobre protección para con ella también en la adolescencia que le impidió sentirse libre y no oprimida.

 

Para su madre, el juicio fue implacable. El reproche fue por la falta de atención que la madre tuvo con ella. 

 

Y de su padre ni hablamos. Toda la responsabilidad de su actuar en la vida fue por lo que él le hizo vivir. Era su ídolo. Y con el paso del tiempo él le falló. Se dio cuenta que era un ídolo de barro. Y esto le generó sentimientos. Frustración, coraje, decepción, desconfianza, odio. Todo, absolutamente todo nace y muere con él. Todos en su familia hicieron algo. 

Todos le generaron “circunstancias” –como ella le llamó- que la obligaron a tomar decisiones, mismas que hoy la llevaron a vivir malos momentos.

 

“Si todos hubieran sido diferentes, mi vida hubiera sido diferente” fue el apotegma que sembró en la mesa en medio de las tazas de café que nos acompañaban. Ah, y de mi té helado de manzanilla.

 

Y el comentario que aquí vierto no lo hago para formar o instituir “el tribunal de la justicia”. Ni mis letras buscan saber quien tiene la razón. Yo solo cito lo que en esa mesa pasó.

 

Y aquí hago expreso mi respeto para cada palabra pronunciada por esa persona. Cada argumento citado. Cada “circunstancia” señalada por ella.

 

Muchas cicatrices observadas. Muchas heridas no sanadas. Recuerdos que duelen. Viejos moretones en el alma. Esos que no sanan. Eso observé en los gestos. Eso vi en su mirada. Eso escuché en sus palabras.

 

Y los que gustamos de escribir, debemos de ser imparciales cuando no conocemos a fondo los detalles.

 

Pero en donde si podemos ser objetivos es en lo que conocemos. Y es por eso que hoy quiero comentar sobre el libro Hoʻoponopono. Nombre de origen hawaiano asignado al arte para la solución de problemas apoyado en la reconciliación y el perdón.


Y no cabe duda. Cuánta razón tiene la escritora nigeriana Chimamanda Adichie cuando nos habla del peligro de tener una sola historia de una misma realidad. 


Creo que los seres humanos, todos, absolutamente todos tenemos solo una versión de los hechos, de “eso” que nos tocó vivir.

 

Y nos quedamos con “eso” tan arraigado en nosotros que lo damos como una realidad absoluta sin permitir una versión diferente a la nuestra.

 

Y la defendemos a muerte. No importa lo que nos justifiquen. No importa lo que nos ofrezcan como hechos. Nosotros no lo aceptamos. Y es porque nuestra realidad -la que vivimos- esa nadie la ha vivido. Está en nuestra mente y en nuestro corazón. Y de ahí nos aferramos.

 

Pero hay que ser honestos. Para poder aceptar otras historias de una misma realidad, tiene uno que estar impregnado de reconciliación y del perdón.

 

Si esto no existe, simplemente estaremos condenados a seguir tomando las mismas decisiones, ya que en nuestra mente estarán las mismas circunstancias, esas que nos dominaron en el ayer a decidir lo que hoy nos hizo daño.

 

¿Las culpas? Esas las cargamos todos. Pero la reconciliación y el perdón solo unos cuantos. Y de eso habla el libro Hoʻoponopono. De lo perfecta que es la mente pero no así lo que nosotros ponemos en ella.

 

Desprendernos de los yerros que traemos cargando por años. De limpiar nuestra mente de lo viejo para poder llenar con lo nuevo. Porque aquel que camina sin reconciliarse consigo mismo está condenado a caminar a rastras. Y así el camino es más difícil.

 

Y es que el ser humano debe de elegir tomar sus decisiones basándose en sus “circunstancias” o tomar sus decisiones basándose en la inspiración y la motivación que le da el vivir un nuevo día, libres y sin ataduras al pasado.

 

Yo hago votos para que al igual que llegó el libro Ho’oponopono a mis manos, este escrito llegue a quien motivó estas letras. Para que la reconciliación llegue a su vida. Y no hablo de reconciliarse con aquellos que le dañaron en el pasado. Hablo de la reconciliación consigo mismo.

 

Para que de esta manera, el mantra que el libro señala “Lo siento mucho. Por favor, perdóname. Te amo. Gracias” lleguen a su corazón y con ellas camine por la vida, esa vida que Dios le ha dado para ser feliz. 

Y si el libro o el presente escrito no llegan a sus manos, ojalá que Dios, en esas pláticas que estoy seguro que esa persona tiene con él, le abrace tiernamente y le pueda susurrar al oído que el perdón nos hace libres y felices.


Libres de ataduras con el ayer para ser felices en el mañana.

 

Pero para cambiar nuestra realidad necesitaríamos primero cambiarnos a nosotros mismos. 

 

 

enero 08, 2021

Para mis hijos, todo.


 


Si, para mis hijos, todo.


Muchas veces he escuchado esta frase en los labios de padres de familia. Si, ya sé, no escribí “ y madres de familia”. Pero para mí, las palabras de este tipo descansan en un perfil epiceno, así que nadie se ofenda, por favor.

 

Pues bien, estaba señalando que los padres de hoy se han pronunciado por dar todo a los hijos. 

 

Y cuando la fortuna sonríe es mucho más fácil hacerlo. Las cosas materiales empiezan a abundar en casa y con ello, los permisos para vestir de cierta forma, permisos para más fiestas, para hablar con estilos punk, cool y hasta “fresón”, para escucharse “fashion”.

 

Y mientras los padres de familia están inmersos en la oficina, pareciera ser que la adolescencia en México está de fiesta. 

 

Todos los jóvenes en México están reunidos en un “rave”, en un rancho o en una casa de campo. Y a lo lejos, se escucha la música. Todos bailan. Unos abrazados, y al calor de las copas, los adolescentes se juran hermandad. Otros, metidos en un cuarto obscuro se drogan sin parar.

 

Unos más se roban los bolsos de las damas y otros cuantos están solos, sin saber a dónde irán. Todos cantan alegóricos una misma estrofa. Unos con ropa de marca y otros más, vendiendo lo robado para poder cantar y vestir igual.

 

En el patio, unos venden armas. Pero en una habitación, están los “chavos bien” planeando hacer el mal. Eso hacen los niños, porque las niñas, están convertidas en “sugar baby” viajando por doquier. 

 

Esa es la adolescencia en México.

 

Esa es la adolescencia que nadie ve. Esa que nadie observa. Esa que los padres de familia se niegan a reconocer.

 

Pero tristemente, esa es la adolescencia que en cifras, México presume ante el mundo en sus estadísticas.

 

Porque las Procuradurías de Justicia de los estados del país registran que casi la mitad de los delitos en México son cometidos por adolescentes.

 

Porque el Centro de Integración Juvenil, dio a conocer que han recibido a niños de 12 años para que se les trate por alguna adicción.

 

Y tan preocupante es la situación, que hoy se busca reducir la edad penal en México. 

 

Una juventud perdida en la búsqueda de un protagonismo. Sumida en el alcohol y en las drogas. Hundida en la búsqueda del dinero fácil. 

 

Una adolescencia que presume un dinero que no se ha ganado por ser sus padres quienes lo han trabajado.

 

Adolescentes que buscan pertenecer a una clase social alta para ser respetados, como lo cita José Emilio Pacheco en su libro Las Batallas en el Desierto.

 

Adolescentes que no pasan un examen de admisión por no saber. Adolescentes que no conocen el significado de la palabra trabajo, carentes de valores a tal grado, que no se reconocen valor a sí mismos.

 

Adolescentes que toman al suicidio como la puerta de salida a sus problemas, reflejo de la falta de orientación y de una guía moral.

 

Y es que no comprendo en que momento pasó. En qué momento los padres de familia dejamos de imponer reglas, para establecer acuerdos con los hijos.

 

En qué momento los padres de familia se enfocaron más en lo banal que en lo familiar. O en el peor de los casos, en que momento creyeron que por dejarlos vivir libremente y sin “traumas”, los estarían encaminando a morir lentamente.

 

En qué momento los padres se preocuparon más por las series del narcotráfico que sus hijos ven, en vez de preocuparse por ver quiénes son los padres de los amigos de sus propios hijos.

 

Porque eso sí, nuestros hijos pueden ser amigos de los hijos de transas, defraudadores, narcotraficantes, golpeadores de mujeres y hasta de adictos, siempre y cuando sean de clase alta o adinerada; pero que no vean las series del narco porque son mala influencia y al rato van a andar admirando a sicarios de ficción como el “chacorta” o al “cochiloco”.

 

Y aclaro, no estoy promoviendo la cultura del narcotráfico. Mi comentario va en el sentido de que todo mundo incendia lo que pasa en una televisión pero no observa las llamaradas que sus hijos tienen a su lado en la vida real.

 

Creo que como sociedad tenemos mucho por hacer.

 

Creo que los jóvenes deben de vivir cada etapa de su vida, esa, la que les corresponde, tal y como lo decía Emma Watson al señalar que aquellos niños que buscan madurar, están perdiendo infancia, esa que nunca vuelve.

 

Creo que en los adolescentes está la esperanza de que todo lo negro se vuelva blanco y de que los días nublados pasen a ser plenos y esplendorosos.

 

Pero el mundo no se come a puños. Deben de caminar despacio, de manera lenta pero  firme, tal y como son los pasos de un gigante. 

 

Yo creo en la juventud. Hay muchos que están haciendo las cosas en grande. Y Enrique Chiu y Juan Carlos Ortiz, campeones internacionales en matemáticas y el chiapaneco Baldomero Gutiérrez quien fuera medalla de oro en tae kwon do son un ejemplo de ello.

 

Por eso mi mensaje es claro al decirles que los barcos están seguros si permanecen en el puerto, pero no fueron hechos para eso.

 

Así, el adolescente está seguro sin salir de casa, pero no fue creado para eso. Deben de ir en la búsqueda de sus metas y sueños, y para eso, hay que salir de casa e irse a la mar.

 

Y ahí, señoras y señores, en el mar abierto que es la vida, la única manera de poder sobrevivir, es tener en mente y en su corazón los valores y principios, esos que reciben en casa y que nos permitirán hacer de esta, una mejor sociedad.