Un día como hoy, nació Eraclio
Zepeda Ramos.
Hombre que observó la tierra
chiapaneca y la transformó en letras. Realidades de Chiapas son las que se
encuentran plasmadas en los diversos cuentos que forman parte de su historia
como escritor.
Siempre he creído que los seres
humanos nacemos tres veces.
Nuestro nacimiento biológico,
el profesional y, extrañamente, nacemos cuando morimos.
Es a partir de nuestra muerte en donde nuestros actos, nuestras acciones, nuestras obras cobran vida.
Y aunque el gran Laco –como cariñosamente
le llamamos los que le admiramos- recibió muchos reconocimientos en vida por su
trabajo en las letras, hoy, a muchos años de distancia de su partida, se le
sigue y estoy seguro se le seguirá honrando.
Aquí les comparto uno de sus
cuentos...
DON CHICO QUE VUELA
Eraclio Zepeda
(cuento)
Te paras al borde del abismo y ves al pueblo vecino, enfrente, en
el cerro que se empina ante tus ojos, subiendo entre nubes bajas y neblinas
altas: adivinas los ires y venires de su gente, sus oficios, sus destinos.
Sabes que en línea recta está muy cerca. Si caminaras al aire, en un puente de
hamaca, suspendido entre los cerros, podrías llegar como el pensamiento, en un
instante.
Y sin embargo el camino real, el camino verdadero, te desploma
hasta los pies del cerro, bajando por vericuetos difíciles, entre barrancas y
cascadas, entre piedras y caídas, hasta llegar al fondo de la quebrada donde
corre espumeando el gran caudal del río que debes cruzar a fuerza, para iniciar
el asenso metro tras metro. Muchas horas después llegas cansado, lleno de sudor
y lodo y volteas la cabeza para ver tu propio pueblo a distancia, como antes
viste la plaza en la que estás ahora.
Ahí es donde le das la razón a don Pacífico Muñoz, don Chico,
quien no soporta estas distancias que tú has caminado y dice que ir a pie es
inútil y a caballo tontería, que para estas tierras volar es indispensable.
Hace años que le escuchaste los primeros proyectos de vuelo y
contravuelo. Fue cuando sentado, como tú ahora, al borde del abismo viendo al
otro pueblo, dijo dándose un manotazo en las rodillas.
– Si no es tanto lo encogido de estas tierras sino lo arrugado.
Montañas y montañas acrecentando las distancias. Si a este estado lo plancharan
le ganábamos a Chihuahua… ¡Y ya vuelto llano a caminar más rápido! Pero así
como estamos, sólo vueltos pájaros para volar quisiéramos.
Y así fue como la locura del vuelo se le fue colocando entre oreja
y oreja a don Chico, como un sombrero de ensueño.
Volar fue la única pasión que le impulsaba en el día, a otro día,
a otro mes, para seguir viviendo un año y otro año más. Si no fuera por el
ansia del vuelo habría muerto de tristeza desde hace mucho tiempo, como tú me
comentaste el otro día.
Don Chico subía, tú lo viste muchas veces, al cerro más alto para
contemplar las distantes montañas azules y perdidas entre el vaho que viene de
la selva. Allí sentado en la piedra donde escribió su nombre, tú escuchaste
muchas veces a don Chico:
– La tierra desde el aire está al alcance de la mano. Los caminos
son más fáciles al vuelo. Qué cerca están los mercados y las plazas a ojo de
pájaro. Los valles y los ríos y las cañadas y cañones, los campos sembrados,
los ganados en potreros lejanos, las ciudades nuevas y las viejas
construcciones perdidas en la selva y al fondo el mar.
Don Chico inventaba una prodigiosa geografía expuesta a los ojos
en vuelo, ávidos ojos tratando de reconocer ranchos y rancherías, vados y ríos,
caminos, pueblos, lagos y montañas vistas desde arriba, desde el sueño, desde
el aire de un sueño.
Don Chico regresa al pueblo, con la boca seca, abrasada por la fiebre
de la aventura que le espesa la lengua, le ves llegar a la plaza y tomar de la
fuente agua con las manos, enjuagarse, refrescarse la cara y declarar muy
serio:
– Señoras y señores, voy a volar…
Recordarás como todos subimos y bajamos la cabeza para decirle que
sí, que como no, que claro don Chico que vuela, y por dentro sentiste la risa
alborotando el pecho y la barriga y tú aguantándote.
Don Chico entró a su casa, cogió una gallina, la pesó
minuciosamente, anotó la lectura de la báscula, midió la distancia que va de
punta a punta de las alas, anotó eso también, acarició a la gallina y la
regresó al corral. Inventó un complicado cálculo para conocer la secreta
relación existente entre el peso del animal y el tamaño de las alas que permite
vencer la gravedad y levantar el vuelo.
Don Chico dudó un instante si era adecuado tomar una gallina para
tal experimento. Una paloma de vuelo largo habría sido mejor. Pero en su corral
no había palomas.
Habiendo encontrado la fórmula que explica la relación entre el peso
de la gallina y el tamaño de sus alas, se pesó él mismo, anotó la lectura y,
aplicando la fórmula descubierta, calculó el tamaño de las alas que habría de
construirse para poder volar. Apuntó la cifra en su libreta, se frotó las manos
y se fue al parque.
El problema era ahora el diseño de las alas. Pensó que el mejor
material era el carrizo, ligero y fuerte. Se detuvo un momento para dibujar con
un palito sobre la tierra el esquema de su estructura. Satisfecho lo borró con
el pie izquierdo y grabado en la memoria lo llevó a su casa.
Para recubrir la estructura nada mejor que el tejido del petate,
la dúctil alfombra de palma.
Una vez que hubo construido las alas, descubrió molesto que eran
pesadas para sus fuerzas. Recordó la relación entre las alas y el peso de la
gallina y no se atrevió a modificarla.
Se suscribió a una revista sueca donde aparecían lecciones de
gimnasia y dedicó algunos años a esta dura disciplina. Satisfecho sintió cómo
aumentaban sus bíceps, crecían sus tríceps, se endurecían sus músculos
abdominales, se marcaban nítidamente los dorsales y una potencia sentía nacer
don Chico desde el centro de su cuerpo.
En el año sexto de su experimento movía con destreza las alas. Con
sus brazos aleteaba movimientos llenos de gracia, en un simulacro de vuelo, no
de gallina torpe sino de agilísima paloma.
En el pueblo había un orgullo compartido. Don Chico prometió volar
antes de las fiestas patrias y se le invitaba a los patios a simular el arte
complejo del vuelo. Acudía siempre hasta que descubrió que tales convivios no
eran nacidos de la admiración a su técnica sino tan sólo el interés de producir
ventarrones en el patio que barrieran de hojas y basura todo el poso.
Unos días antes de las fiestas patrias alguien levantó la cabeza.
No se sabe si fue Ramón o Martín o Jesús el primero que lo vio. Lo que sí se
sabe que al instante todo el pueblo levantó la cabeza y vimos a don Chico
Arriba del campanario con las alas puestas, iniciando cauteloso el aleteo que
habría de conducirlo a la gloria. Detenía a veces el movimiento. Se mojaba con
saliva el dedo y comprobaba la dirección del viento, abría de par en par las
alas y descansaba la cabeza sobre el hombro, semejante a nuestro viejo escudo
nacional. De pronto reinició el aleteo, arresortó la pierna derecha contra el
muro del campanario para tomar impulso, apuntó el pie izquierdo hacia El
porvenir, que tal era el nombre de la cantina que está enfrente de la iglesia y
se dispuso a iniciar la epopeya. Alguien le preguntó tocándole la punta del ala
izquierda:
– ¿Va usted a volar, don Chico?
– Seguro, respondió.
– ¿Y… llegará lejos, don Chico?
– Lejísimos.
– ¿Y de altura, don Chico?
– Altísimo.
– ¿Al cielo llegará, don Chico?
– Al cielo mismo.
La cara de aquel que preguntaba se iluminó:
– Por vida suya, don Chico, llévele al cielo éste queso a mi mamá
que se murió con el antojo.
Don Chico aceptó con ligereza el queso, buscando deshacerse del
impertinente sin considerar el error que habría cometido. No se sabe si fue
Ramón o Martín o Jesús, el primero que hizo el encargo al otro mundo. Lo que sí
se sabe es que al instante todo el pueblo subió al campanario y don Chico
siguió aceptando quesos y chorizos, dulces y aguardiente, tostadas y jamones para
llevar al cielo. Cuando don Chico resorteó la pierna derecha, siguiendo la
dirección al porvenir, abrió el espectáculo grandioso de sus alas. El pueblo
escuchó el estruendo de carrizos rompiéndose y petates rasgándose en el aire y
quesos rodando por la calle.
Cuando el silencio volvió, alguien dijo:
– Lo mató el sobrepeso. Si no fuera por los encarguitos, don Chico
vuela.
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