Estoy sentado en este rechinante
sillón. Tengo una taza de café a mi lado. El ruido del aire acondicionado me
acompaña como “el chato”, el perro que tuve siendo un niño.
Escribo. Hundo mis dedos en el
teclado, medito las letras y no me convencen. Las borro. Volteo a ver estas
paredes. La idea está clara en mi mente pero no así el camino para traducirlas
en un escrito.
Me vuelvo a poner en posición de
combate. Mis manos acarician las teclas como el amante a su pareja, esperando
ese cómplice guiño que me invite a actuar.
Hasta para eso soy tímido.
Vuelvo a escribir. Me detengo, algo falta.
Tengo que encontrar ese hilo
conductor que refleje mi sentir de una manera clara, sin contratiempos. No
basta estar inspirado, hace falta ese proceso que permita disfrutar el paseo.
Así es mi manera de ser en todo.
En el transitar del año, algunos
dejan salir a caminar los buenos deseos para los amigos; mientras que otros -
los más- se ajustan en el rostro la mejor de las caretas, esas que emanan
hipocresía, esas que no cuestan nada por ser falsas; y se las ponen para
ofrecer “dinero, amor y éxito” a todos; aunque por dentro, su envidia
llora de rodillas haciendo rabietas por los logros, por la familia, por el
cargo laboral y hasta por la ropa de marca que porta el prójimo.
Ya nadie se reúne. Ya no hay más
reuniones de generaciones. El Diciembre que falleció fue propicio para la
comida, para la cena o para la bohemia con esos amigos del ayer.
Lo curioso es que a los
compañeros de la universidad ni se les toman en cuenta. Son solo los de la
primaria, secundaria y los de prepa a quienes se les busca para “la reunión de
amigos”.
Todos en la primaria nos
ofrecíamos la mano sincera en vez de la botella convenenciera. No existía la
competencia por el coche, la casa, los viajes. Todo era amistad pura.
En la secundaria muchos
encontraron el verdadero amor, aunque este fuera platónico. Hoy ese tipo de
amor ya no existe, hoy ya lo compramos con un buen vestido o con una buena
joya. Vaya, hasta con una buena borrachera se puede conseguir escuchar un “me
fascina estar contigo”.
Eran otros tiempos los de la
infancia, en donde la gente tenía dinero por trabajar honradamente y no por
trabajar jalando de un gatillo.
En donde se conocía a quién
tenía una casa por su dedicación al empleo, a diferencia del hoy que se conoce
a quién “la suerte le ha sonreído” obteniendo dinero por ser amigo del
misterio.
Tiempos en donde tu primer mareo
era por la borrachera con cerveza y no por las grapas o las tachas metidas en
la nariz hasta con los dedos.
Tiempos en donde la mejor cena
con los amigos era una hamburguesa sentado en la banqueta, amenazando con un
“quien coma menos paga la cuenta”, a diferencia del hoy en donde la fortaleza y
la popularidad entre los amigos radica en beber mas de la cuenta.
Ya no son los mismos hobbies ni
las mismas diversiones de los niños.
Ayer una tarde fresca era el
pretexto perfecto para reunirse con los amigos en el parque de la cuadra. Hoy
los niños no se percatan de esas tardes frescas, las consolas de videojuegos
los sumergen en diademas, controles remotos y amistades virtuales pero poco
duraderas.
Tiempos en donde los niños
tenían que obtener buenas calificaciones, portarse bien y ayudar en casa con las
tareas del hogar para poder tener derecho a los permisos el fin de semana. Y
era viernes o sábado. No había más.
En el ayer, el hijo pagaba con
esfuerzo el apoyo del padre para éste le prestase el automóvil en su primera
salida con la novia. Lavarlo, encerarlo y colocar en la guantera del coche una
rosa para ella, era la emoción más grande de todo joven de mi época.
Hoy esto se ha invertido. Hoy
son los padres los que pagan con sudor y esfuerzo las letras del coche que no
le prestan, sino que le regalan desde ya a los hijos.
Tiempos en donde el maestro del
pueblo era respetado por ser el que sabía más, a diferencia del maestro de
ahora que es reprobado por no saber para que sirve una arroba, por ser quien
sabe menos.
Eran tiempos “de a pie” -como me
decía un empresario en una comida de negocios a la que fui invitado hace pocos
días- en donde se privilegiaba la cultura del esfuerzo. En donde tenía más
quien trabajaba más.
Hoy los valores se han ido
trasformando, devaluando e incluso -creo afirmar sin temor a equivocarme- que
algunos de ellos están en peligro de extinción en esta sociedad que se lee
bastante hedonista y comodina.
Una sociedad que dejó olvidada
en el ayer a su propia memoria, porque antes quien cometía un error tenía que
irse del pueblo para evitar la deshonra y el desprestigio de la familia. Y
pasaban los años y la gente seguía recordando a aquél que robo, aquél que mató.
Por eso todos procuraban ser hombres honorables.
Hoy todo es diferente, porque
basta ser tranza y ratero para quedarse aquí, y pasearse engrifado cual
guajolote al caminar, para ser admirado y hasta venerado por el honrado.
Todo ha cambiado.
Antes bastaba una mirada del
padre hacia los hijos para saber que les iría mal por portarse mal. Hoy ya no
existe esa mirada. Hoy le va bien a quien se porta mal.
Tiempos en donde “los traumas”
para los niños tenían colores, formas y tamaños, dependiendo si era la chancla,
el cinturón o la patilla con la que el padre corregía al hijo su trastada.
Tiempos en donde a los padres se
les respetaba y honraba, en vez del enérgico reclamo o la más sonora burla
hecha por el hijo en su propia cara.
Y esos niños del ayer que se
convirtieron en los hombres y mujeres del ahora, los que vivieron todo esto,
son los que han decidido girar el rumbo del barco.
Hoy el dinero lo tiene quien no
trabaja en lo honorable, en lo permitido. Hoy no se necesita trabajar años y
años para tener dinero. Lo que se necesita es no tener escrúpulos.
Hoy se requieren hombres sin
principios, sin valores, para reventar o lavar dinero. Todo con tal de tener lo
que quizá de niños no tuvieron. Que ironía.
Todo con tal de ser “de
sociedad”, aunque esta los reciba con los brazos abiertos, pero burlándose por
atrás.
Hoy todo se hace con tal de que
nos vean un buen carro, buenas marcas, una buena casa porque éstas son
necesarias ya que de no tenerlas, la persona por sí sola no ofrece nada.
No sé en que momento pasó ese
cambio. En que instante pasamos de ser hombres trabajadores a hombres
adinerados. Me perdí de ese suceso. No sé si fue rápido o paulatino.
Siendo honesto, me hubiera
gustado verlo anunciado como algún Super Tazón o como anuncian las peleas de
box. O quizá conocer la fecha tal y como se dieron los movimientos
revolucionarios en el mundo.
Me hubiera gustado saber el día
exacto, como aquella fecha del ayuno por la paz de Gandhi en 1942; como el
discurso titulado “I have a dream” pronunciado contra el racismo por Martín
Luther King Jr. en 1963. O quizá saber la fecha como cuando cayó el Muro de
Berlín en 1989.
Si, lo acepto, me hubiera
gustado conocer en que momento todo en esta sociedad cambió. Así podría tener
argumentos válidos para justificar ese cambio y defenderlo a morir; o para
evidenciar su inoperante presencia en la juventud de hoy.
Pero como no sé en que momento
ocurrió, seguiré aquí, tratando de encontrar como aterrizo mis ideas, para que
nadie al leerme se sienta aludido u ofendido cuando me pongo necio en decir que
todavía podemos rescatar esos valores para nuestros hijos.
Porque al menos yo, prefiero los
otros tiempos, esos en donde el esfuerzo, el trabajo, los valores, los
principios y la responsabilidad eran los que distinguían a todo hombre de bien.
Ojalá Facundo Cabral tenga razón
cuando dice que el bien es mayoría, pero que no se nota por ser silencioso y
por caminar en secrecía.
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