No pude evitarlo. Estaba yo ahí, sentado a mitad de una cafetería.
A mi lado, una mesa en donde solo aguardaba una señora de entrada edad.
Unos niños iban y venían y le llamaban “abuela Tita”. Era notoria la felicidad que esos niños daban a esa señora de blusa color beige, pantalón café y zapatos miel. Toda ella combinada.
Su rostro reflejaba felicidad. Pero era una de esas sonrisas con techo triste.
De pronto, una mujer llegó. Por más que quise fallar no lo logré. El parecido era impresionante. Sin duda alguna era su hija y la plática me lo corroboró.
Yo no entiendo como muchas veces conversamos en las cafeterías con tanta confianza. Esa tarde pude darme cuenta que cada palabra pronunciada por ellas podía ser captada por las meseras del lugar y por todos los comensales del lugar, incluido yo.
Los niños reconocieron a la joven mujer y corrieron a su encuentro. Todo indicaba que la abuela había llevado a los niños a la cafetería para que estuvieran en el área de juegos mientras ella conversaba con sus amigas.
Pero eso es lo que se dice en sociedad.
La realidad era otra. Lo cierto es que no había quien cuidara de ellos y la abuela, una vez más, se ofreció para ello. La hija tenía que trabajar esa tarde y el marido no daba señas de su presencia. Quizá estaba en una “reunión” de trabajo.
La abuela comenzó a platicar con su hija y el llanto inundó su rostro. Estaban las dos solas en la mesa y era el momento de platicar sus cosas.
Algo atormentaba a la abuela y se lo compartía a su hija. Ésta escuchaba atenta pero su rostro se empezaba a transformar. El coraje y el odio ya le irrigaban en la sangre. De pronto, algo pasó. En esa mesa empezaron los manoteos por parte de la hija hacia la abuela tita.
La abuela buscaba los argumentos mas valiosos para calmar a la encolerizada hija. Todo mundo en esa cafetería se percató del tono de voz que la hija utilizaba para con su madre.
La abuela tita, mas prudente, se calló con los ojos inflamados por las lagrimas y en su gesto había ese rictus de desesperación.
Y ahí vinieron las palabras. Esas que por años nos guardamos. Esas que escondemos y que esperamos el menor momento para sacarlas a flote y escupirlas. Nos desgarran por dentro.
La manera en la que la hija le reclamaba a su madre no poseía formato ni molde. Ella se burlaba por haber aguantado a su padre. Por dejarse sobajar. Le reclamaba el hecho de que no hubiera abandonado a su padre. Le echaba en cara su falta de valor. Le llamó débil, fracasada.
Le hizo ver que todos sus sueños de mujer no los logró por haber estado unida a ese hombre que ella decía amar, pero que para su hija, era más costumbre que ese sentimiento llamado amor.
Y así transcurrieron muchos minutos. Con una hija vomitando reclamos y calificativos a una madre que solo la escuchaba y que por más que le pedía callarse, incendiaba con cada súplica de silencio.
La abuela siguió llorando. Y si, lo acepto. Nunca voy a olvidar ese gesto de la hija con aire triunfalista. Así la vi, como cuando le haces ver a alguien que posees la razón y el otro se queda callado. El gesto nos cambia cuando ganamos la batalla. El triunfo lo transpiramos por el poro y se respira en el aire.
Pidieron la cuenta y se retiraron.
Yo me quedé atónito. Sin comprender muchas cosas en esa mesa de al lado.
Y es que solo apenas unos cuartos de hora atrás, la postal era otra. Si recorriéramos el minutero en sentido inverso, esa mesa estaba integrada por la abuela tita y por otras abuelas mas, todas ellas señoras de sociedad.
Todas presumiendo los logros de los hijos y el carisma de los nietos. La abuela Tita se veía radiante acompañada de sus nietos y ellas, las demás abuelas, compitiendo con las estrellitas obtenidas en la escuela de sus propios nietos.
Cada una platicando sobre la estabilidad familiar, la unión y la comunicación que en casa había. La felicidad desbordante de cada uno de los hijos de esas abuelas era el tema de conversación en esa mesa que revisó la cuenta al pagar como revisan la lista del mandado.
Cada café y cada pastelillo fueron identificados para no pagar de más.
Y ahí pude darme cuenta que cuando se fueron, cuando cada una regresa a su casa, también regresan a su realidad.
Y la abuela tita es un claro ejemplo de ello. Con una hija que le reprochó la falta de decisión para separarse de un padre que ahora, ella odia.
“Sufriste porque quisiste…y sufres porque quieres” fue el marrazo asestado en el rostro a una abuela tita que lloraba viendo a su hija sin dar crédito a lo que escuchaba.
No pude dejar de sentir compasión por esa mujer que abrazaba a sus nietos deseando que le dieran fuerza para seguir ahí, sentada, recibiendo las bofetadas verbales de la persona por la que daría la vida.
Veía a una abuela tita deseando que ese momento se apagara como lo hicieran las velitas que en cada pastel de cumpleaños quizá colocó a su hija siendo niña.
Deseando con todas las fuerzas de su corazón que ese momento terminara como cuando deseaba que la enfermedad de su hija terminase mientras la cuidaba noche a noche siendo niña.
Pero la pesadilla seguía. Todavía recuerdo cada manotazo asestado en la mesa por parte de la hija, tratando de demostrar su valentía y su arrojo. Vendiendo la imagen de mujer de carácter.
No logro encontrar las respuestas al actuar de esa mujer reclamándole a la madre. No puedo descifrar el lugar en donde esa hija escondió todo lo que su madre hizo por ella. Desconozco cuales hayan sido los motivos por los cuales la hija encolerizó.
Pero lo que si puedo asegurar es el porqué la abuela calló. Y es que la madre del ayer hacía todo por los hijos. Se entregaba de tal forma a ellos que no importara dejar de comer con tal de que sus hijos coman.
Todo era para los hijos. Hasta la felicidad. No importaba que ellas sufrieran, con tal de que sus hijos pudieran tener un hogar. La figura paterna para las madres del ayer era quizá la mas importante en una familia.
El poco dinero que llega a casa era para los hijos. Así eran las madres del ayer. Mujeres que no se doblaban a la adversidad. Que soportaban todo.
Las humillaciones, las vejaciones, las faltas de respeto, todo, absolutamente todo se soportaba con tal de que los hijos siguieran adelante. La vida por ellos y para ellos.
Es tan grande el amor de una mujer que es capaz de amar a todos, es tan inmensa la fuerza que una mujer tiene para amar a su familia, que se olvida de amarse a sí misma.
Su amor se asemeja a las elefantas. Es tan inmenso que pueden tirar un árbol con su poderío, pero tan tierno que una simple rosa les arranca una lagrima de felicidad.
Y mientras eso pasa a mi alrededor, yo seguiré aquí, escribiendo, esperando el momento en que esa elefanta despierte y camine por la vida amándose a sí misma y vaya en dirección de su propia felicidad.