Su esposa se quedó a la espera de las noticias que Odiseo pudiera hacerle llegar a través del teléfono. Simplemente era esperar la llamada en la caseta telefónica de la esquina.
El tiempo pasó y la llamada no llegaba. Odiseo no daba muestras de supervivencia y eso angustiaba a Blanca.
Para
evitar estar sola, Odiseo, antes de partir, le había pedido a su mamá y a su
hermana acompañar a su esposa. Ellas habían acudido al auxilio. Se acomodaron
como pudieron en el departamento. Y no costó mucho. Habían tres cuartos y
muchos deseos de estar juntos. Pero ellas se sentían desprotegidas, carentes de
algo por el viaje de Odiseo.
Y
es que Odiseo se había convertido en la brújula de vida. El daba el camino a
seguir, la ruta a tomar y, al no tenerlo cerca, esas mujeres estaban como rosas
en el bosque, cabeceando al capricho del viento de la tarde, temerosas.
Ninguna
decía algo, pero la ausencia del timón de la familia las angustiaba hasta el
hartazgo. Y no era para menos. Además del vacío que había en ellas, Odiseo no
conocía la capital del país. Todo mundo sabía que esa ciudad era un dragón de
mil cabezas y los peligros siempre estaban a la orden del día. Habían escuchado
de tantas cosas que esperaban con zozobra.
Pero
ellas, en su interior, confiaban en él. Estaban consientes de que era un hombre
muy inteligente y con mucha suerte. Además, ya se lo habían encargado a la
Virgen de Guadalupe.
Por
fin, una mañana, casi de madrugada, Odiseo hizo acto de presencia. Se apostó en
la calle con su camioneta roja y tocó la bocina con una melodía estruendosa
pero muy pegajosa. Quería sorprenderlas y lo logró. Abrieron sus ojos como si
hubieran recibido una descarga eléctrica. De inmediato, algo golpeó en sus
corazones y les decía “es Odiseo”.
Con
la misma rapidez que tiene el gato al sentir que cae de espaldas, así se
incorporaron de la cama. Blanca, doña Mariana y Lucía se asomaron a la calle. Y
ahí estaba él, mirándolas.
Con una gorra blanca de beisbol puesta en la cabeza y con sus lentes obscuros de armazón dorada como los que usan los aviadores. Con la mano derecha en el cofre de la camioneta, la mano izquierda al lado de su cintura y con la vista levantada hacia ellas, les chiflaba y les sonreía, como solo sonríen los triunfadores. Y él, en ese momento, así se sentía.
Con una gorra blanca de beisbol puesta en la cabeza y con sus lentes obscuros de armazón dorada como los que usan los aviadores. Con la mano derecha en el cofre de la camioneta, la mano izquierda al lado de su cintura y con la vista levantada hacia ellas, les chiflaba y les sonreía, como solo sonríen los triunfadores. Y él, en ese momento, así se sentía.
La
felicidad se agolpaba en los pechos de las tres mujeres como un desesperante
“flato”. No sabían si reír o llorar de la alegría. Y con esos sentimientos
encontrados, bajaron las estrechas escaleras para ir a su encuentro y abrazarlo.
Eran
las 7 de la mañana. Los cuatro se convirtieron en uno solo a través del abrazo
que le dieron a Odiseo. Por breves instantes, quizá unos segundos, se quedaron
así, abrazados.
-Qué
bueno que ya estás aquí, gordo.
-Ya
las extrañaba, gordita, ya quería verlas, me hicieron mucha falta
-Nos
escuchó la Virgen de Guadalupe, hijo, recé todas las noches para que regresaras
con bien. Le voy a poner su veladora para agradecerle.
Subieron
al departamento dándole gracias a la virgen de Guadalupe que lo había traído
sano y salvo. Doña Mariana se apresuró a hacer el desayuno que tanto le gustaba
a su hijo. Lucía, la hermana de Odiseo, ayudó a bajar la maleta de la camioneta
y Blanca no paraba de besarlo.
El
aroma del huevo con chorizo no se hizo esperar. Inundó el departamento casi de
inmediato. Lucía puso el mantel plastificado para no ensuciar a la mesa. Era
azul y lo adornaban flores de cartucho de color blanco con su espádice de color
amarillo.
El
desayuno fue elaborado en un dos por tres. Los frijoles refritos machacados, el
queso, la crema, tortillas calientes y el café con leche esperaban ya a Odiseo.
Se
sentaron. Y con la tranquilidad que da el saber que la misión ha sido cumplida
y que no hay asignaturas pendientes, se dispusieron a disfrutar el desayuno
preparado por doña Mariana.
Odiseo
fue contando su travesía. No paró en detalles. Sabía que ni su mamá, ni su
hermana y mucho menos Blanca, conocían la capital. Era la oportunidad para
describírselas tal cual.
Comentó
que entró por la calle de Lechería y que se había acercado a un taxista para
pedirle que lo llevara al centro de la ciudad al que llamaban “Centro
Histórico”. Les presumió que se había hospedado en el Hotel Regis. Que le había
gustado mucho. El hotel era enorme. De mucho lujo. Así decía. Ellas lo
observaban atónitas, sin mediar palabra seguían una a una las anécdotas vividas
por él.
-Pedí
un café con leche pero no sabe igual al tuyo, mamacita- dijo Odiseo a doña
Mariana.
-Como
el de mamá no hay igual –dijo airosa Lucia al tiempo que todos rieron a boca de
jarro.
En
eso, Odiseo volvió los ojos a Blanca quien lo miraba extasiada, embelesada,
como solo miran los enamorados.
-
Te extrañé mucho, gordita- comentó Odiseo acariciándole el cabello con las
manos aún adoloridas por el viaje.
-Yo
no podía vivir sin ti. Ya anhelaba tu regreso. Sentía que cada día que pasaba
mi corazón iba a estallar. Me hacías mucha falta, Odiseo.
La mañana transcurrió. Todo era pláticas y risas. El mundo giraba y esa mesa estaba ahí, en medio de la vorágine de la ciudad que era Valle Nuevo. Ni el ruido de los coches, ni el cantar de los pájaros y tampoco el transcurrir del tiempo, nada importaba. La familia estaba completa y, el sueño...por comenzar.
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