Por: Luis Alberto Luna León
Todas las mujeres
cuando se casan lo hacen enamoradas. Y al enamorarse, los ojos del cuerpo no
son los únicos con los que una mujer ve, observa y analiza a su pareja. Una
mujer enamorada también ve con los ojos del alma.
Para Blanca apoyar
a su esposo Odiseo era una dicha inmensa. Dicen que “de la vista nace el amor”
y esta relación no fue la excepción. La manera de vestir
de Odiseo, su manera de hablar y lo divertido que era con ella fueron solo
algunas de las cosas de las que se enamoró.
Blanca trabajaba en
una empresa que se dedicaba a vender subsistencias populares cuando lo conoció.
Era secretaria taquimecanógrafa. Pero su capacidad intelectual rebasaba al
título que le expidió la Academia de Comercio “Emilio Rabasa”. Poseía un amplio espectro de la administración.
Ella era de tez
clara, con ojos grandes de color obscuro y de cabello lacio y negro. Hija de
una familia numerosa. Cuentan que en su juventud jugó basquetbol y llegó a
representar a su pueblo en muchas competencias deportivas de gran
trascendencia.
Sin embargo,
también conoció las carencias desde muy niña. Y esto era algo que compartían
con Odiseo. Pero había unas más profundas, como lo es el no haber crecido con
su padre.
Los padres de Blanca
se conocieron en una colonia aledaña al Valle de las Flores. Cuenta la gente
que el papá de Blanca iba a recoger tejas en su carreta y todos los días tenía
que pasar frente al rancho de Linda, la mamá de Blanca.
Muchos dicen que
Linda lo enamoró con la mirada. Otros dicen que Gildardo enamoraba con su sola
presencia. Alto, robusto, con un porte aristocrático, de brazos firmes por el
trabajo de rancho. Así era como se le veía montado en su caballo.
No obstante, a los
29 años de edad, ese hombre de caminar firme y de rostro varonil murió sin
explicación alguna. Y detrás de esa muerte quedaron cinco hijos pequeños sin
poder convivir con él, sin saber lo que es crecer con la presencia de la figura
paterna.
A Gildardo lo
enterraron en el cementerio de la finca a donde pertenecía el rancho. Linda siempre
sospechó que fue un “mal puesto” el que cortó con la vida de ese hombre. O quizá
haya sido un paro cardíaco. Y como en el pasado no les practicaban la necropsia
a los difuntos, la habladuría de la gente prevalecía por siempre.
La muerte de su
padre fue un golpe demasiado duro para Blanca. Cuentan que de niña acostumbraba
salir a esperarlo. Al punto de las doce del día, corría hacia la tranca de la
entrada del rancho. Se paraba siempre viendo al horizonte y con la mirada fija
en el infinito. Y aguardaba en silencio.
El sol quemaba su
cabeza. Los rayos de luz caían como dagas en su cabello. Pero a Blanca eso no
le importaba. La ilusión de una hija por ver a su padre es tan grande, que solo
de niños se puede entender ese sentimiento. Con el paso del tiempo los seres
humanos nos volvemos fríos y olvidamos esa emoción.
Y ahí se quedaba,
de pie. A veces buscaba una piedra plana entre los arbustos que estaban al lado
de la tranca y se sentaba a continuar con la espera.
Con su quijada
recargada en la palma de sus manos y los codos en sus rodillas, aguardaba.
Tenia la mirada fija en ese horizonte que escondía lo más grande que posee una
hija. La imagen de su padre.
Y ese día tuvo
suerte. A lo lejos, Blanca notó que una mancha obscura iba tomando una forma
cada vez más grande. El corazón empezó a palpitar más fuerte y sus manos
empezaron a sudar.
Poco a poco su
cuerpo se fue inundando con una sensación de desesperación. Se incorporó. Y la
mancha se estaba haciendo cada vez más grande ante sus ojos, pero ahora, se hacía
acompañar por el sonido que se generaba con el chocar de los cascos de las
patas del caballo con la tierra. Era un sonido hueco, pero que a ella, le
llenaba el corazón.
-Papá, papito
–empezó a gritar al tiempo que corría a su encuentro.
Y en efecto. Ahí
estaba. El ídolo, el dios, el padre, estaba ante sus ojos.
Su papá jaló de la
rienda para detener su marcha y descendió del caballo. El sudor bañaba su
frente y su rostro. Se quitó el sombrero. Tomó a Blanca de las axilas y la
levantó para abrazarla. Emocionado. Y el amor marcaba ese momento.
Para Gildardo, el
que su hija lo esperara era algo que le calaba. De sus hijos Blanca era la más
cariñosa con él. Por eso él se doblaba a lo que le pidiera su hija. Y no había
más gusto para Blanca que su padre la sentara en sus hombros y así, con ella
arriba de él y con los pies de ella rebotando en su pecho, caminaban rumbo al
casco del rancho. Les aguardaba un vaso con agua de limón y tacos de pollo con
tortilla recién hecha.
Son pocos los
recuerdos que Blanca tiene de su padre. Era muy pequeña cuando el falleció.
Pero esas imágenes en especial, es algo que la han acompañado durante toda su
vida. Ella fue creciendo solo con la guía de su madre, igual que Odiseo.
Por esa razón, para
ella no fue problema el vivir con la mamá y la hermana de Odiseo cuando se
casaron. Doña Mariana y Lucía se mudaron a la casa conyugal.
Además, Blanca era
de las mujeres que crecieron con la idea de que el matrimonio es para toda la
vida y obedeciendo lo que dijera el marido. Con tal de que Odiseo estuviese
contento, no importase compartir techo, mesa y tiempos con la familia de él.
Para Blanca la felicidad de su marido era lo principal. No había más.
Nadie imaginaría
que ellas serían las principales testigos de su dura vida matrimonial, esa que
estaba por iniciar.
Cuento 1. La ausencia del ayer
Cuento 2. La aventura
Cuento 3. Construyendo el sueño
Cuento 4. La sangre de Odiseo
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